EL MUNDO
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El golpe del general Powell
› Por Claudio Uriarte
Lo hizo de nuevo. Días atrás, el Washington Post publicó un trascendido diciendo que el general más o menos retirado Colin Powell, secretario de Estado norteamericano, y su segundo, el diplomático de carrera Richard Armitage, habrían resuelto no volver a ocupar sus cargos en una eventual segunda administración Bush, y dejarían sí o sí la función pública en enero de 2005. El rumor era un poco trivial –¿quién puede decir lo que hará en enero de 2005?– pero la intención no: se trataba de reponer a Powell y Armitage en el centro de la errática planificación política exterior de Washington y desplazar mediáticamente así a sus enemigos: Donald Rumsfeld, jefe del Pentágono, y su segundo, Paul Wolfowitz. Nada casualmente, el nombre del irritativo Wolfowitz aparecía de un modo un tanto inverosímil como uno de los candidatos para suceder a Powell al frente de la diplomacia norteamericana. Los periodistas amigos de Powell (casi todos) denunciaron una campaña de los halcones civiles del Pentágono, pero parece más un golpe del general del Departamento de Estado, que obtuvo a cambio una especie de operativo clamor para que George W. Bush lo confirmara rotundamente en su puesto. Eso se logró: Powell y su esposa Alma descendieron triunfalmente en Crawford, Texas, donde el presidente pasa sus vacaciones, y pronto el secretario tuvo a su jefe ventrilocuizado por sus propias opiniones políticas.
El incidente es útil para discernir la dirección de la política exterior estadounidense, pero también su orientación interna. Desde el comienzo mismo de la Administración, Powell y Rumsfeld libran una salvaje guerra de guerrillas para determinar qué línea –la blanda del primero o la dura del segundo– habrá de imponerse. Como general retirado con honores, Powell tiene una ascendencia natural sobre los militares descontentos con las reformas draconianas que Rumsfeld pretende imponer en las Fuerzas Armadas norteamericanas. Bush, por su parte, limita su confianza en Rumsfeld a los tiempos de guerra, en lo que no es difícil discernir la influencia de su padre, que detesta al secretario de Defensa desde los tiempos de Richard Nixon y luego de Gerald Ford, en que el entonces también secretario de Defensa lo hizo bailar repetidamente con la más fea y apartarlo de los cargos políticamente más expectables, al convertirlo sucesivamente en embajador a China y a la ONU y en director de la CIA. En realidad, Rumsfeld es una importación del vicepresidente Dick Cheney, quien fue asistente del secretario de Defensa en los tiempos en que éste era jefe de gabinete de asuntos internos de Ford. Por el contrario, Powell es un producto de la primera administración Bush. También lo es Cheney, que bajo George Bush padre se desempeñó como jefe del Pentágono, pero ya se sabe que si se quiere tener un amigo fiel en Washington lo mejor es comprarse un perro.
Los efectos no demoraron, por lo menos en la retórica de la administración: un día se filtró que Bush estaba evaluando sancionar económicamente a Israel (una medida que ya había tomado su padre) para penarla por la construcción del muro de seguridad que la aislará de los palestinos, y al día siguiente Roger Noriega, el nuevo subsecretario de Asuntos Hemisféricos, apareció haciendo unas declaraciones sobre Cuba que en Washington fueron vistas como una desenfatización de la política de embargo económico. Pero más allá de los alcances reales de largo plazo de tales “reorientaciones”, la paradoja del caso es que las dos pueden ayudar a que Powell efectivamente no siga en el cargo en enero de 2005, pero no por su propia voluntad sino por la posibilidad de que Bush no siga en la Casa Blanca para esa fecha, en primer lugar. En noviembre del año que viene son las elecciones presidenciales, y la caída de popularidad de Bush parece irremontable a medida que la crisis económica se profundiza. El electorado judío es tradicionalmente demócrata, y previsiblemente lo será más si Bush le pone mano dura a Israel. Y la pelea pública de Bush con su hermano Jeb, gobernador de Florida, por la decisión del gobierno de mandar de vuelta a Cuba a los últimos balseros que trataban de llegar a las costas norteamericanas, indica qué otro segmento electoral –los cubanos de Miami– el presidente podría llegar a perder.