EL MUNDO › OPINION
› Por Tanalís Padilla *
En busca de respuestas fáciles a la tragedia de Ayotzinapa, varios señalamientos se han ido al Guerrero bravo, la guerrilla, la tendencia de los jóvenes normalistas para protestar y, la más amañada, el supuesto vínculo de los estudiantes con el crimen organizado. Este tipo de razonamiento y las superficiales respuestas que genera el porqué Ayotzinapa poseen una característica en común: si el fin que encontraron los estudiantes fue violento, las razones se han de originar en su propia violencia. Confunden causa y efecto.
Pero las movilizaciones nacionales e internacionales han obligado a ir más a fondo. En busca de respuestas profundas son muchos los que han recorrido el espacio de la escuela, han hablado con quienes allí estudian y han conocido a sus familiares. Allí han encontrado un entorno penetrante y multifacético cuya lógica organizativa, dignidad y persistencia es producto de una rica historia de lucha.
Ciertamente existe un Guerrero bronco, pero no aquel implicado por el superficial uso del término que atribuye una esencia violenta a los habitantes del estado. Existen razones históricas que explican la violencia en Guerrero y éstas empiezan con la pobreza y las estructuras de poder que la reproducen. Armando Bartra, en su libro Guerrero bronco (Ediciones Sinfiltro, 1996), hace un recorrido histórico que explica la formación de las redes de poder: los caciques y su apropiación de las ganancias de copreros y cafetaleros, los monopolios industriales, el enorme negocio de las empresas turísticas de Acapulco. Es una riqueza de unos cuantos generada a partir de la explotación de la mayoría.
De allí proviene la violencia: de un sistema que condena la población al hambre, de quienes detentan el poder y hacen uso de la fuerza para mantener lo que ellos llaman orden. Es una estructura que tiene sus raíces en la colonia, persiste en el siglo XIX, y poco cambia con la Revolución. Pero lo que sí se gesta a través de varias generaciones es la voluntad de resistir. De allí el Guerrero bravo cuyos recientes protagonistas fueron Genaro Vázquez y Lucio Cabañas.
En su libro Specters of Revolution (Espectros de revolución), publicado por Oxford University Press este año, Alexander Aviña escribe la historia de los movimientos guerrilleros liderados por Vázquez y Cabañas. El autor apunta: “Ambas insurgencias emergen de un proceso enraizado en la cultura política del campesino, una que se encuentra impregnada de utopías: memorias de fallidas y exitosas rebeliones, de anhelos incumplidos por tierra y democracia local, por revolucionarios martirizados. Aun en su derrota, sostiene Aviña, la lucha genera una constelación de posibilidades, alternativas y visiones, generadoras éstas de un futuro distinto al que impone el presente”.
De estas posibilidades dan cuenta los murales que cubren las paredes de la normal rural de Ayotzinapa. Por eso sus alumnos celebran a Cabañas y Vázquez así como celebramos a nivel nacional a Hidalgo, Morelos, Zapata y Villa. Lo hacen no de una forma estática, como las celebraciones oficiales, sino evocando los vínculos que unen a la escuela con el mundo campesino, con el mundo del cual provienen los propios estudiantes.
Es un vínculo que hace a los normalistas rurales sensibles a la injusticia, reacios a aceptarla. El mismo Cabañas contaba: “Cuando vimos el sufrimiento, muchos de los que nos fuimos a estudiar dijimos: vamos a estudiar, pero para el pueblo”. Estudiar para el pueblo es precisamente un concepto que no se permite dentro del modelo neoliberal; ni, al parecer, estudiar para ganarse la vida y sacar adelante a su familia.
Abel García, uno de los estudiantes de-
saparecidos, de cuya familia Arturo Cano nos proporcionó un acercamiento (La Jornada, 31/10/14) tenía en la normal de Ayotiznapa la posibilidad de realizar su sueño de ser maestro. La madre de Abel, indígena zapoteca de la comunidad de Tecoanapa, en Tierra Caliente, cuenta que su hijo quería darles a sus padres una vida mejor. Sabe del desprecio que hay para la gente humilde, de quienes, dice, “se cree que no tenemos sentimientos”. Entre lágrimas rememora el día que Abel nació, el día que se fue a la normal y la esperanza que mantiene de volverlo a ver. En sus constantes actos de resistencia, los compañeros normalistas de Abel transforman esas lágrimas en movilizaciones. Muestran que a los pobres no se les puede tratar como si no tuvieran sentimientos.
A la vida de Julio César Mondragón nos acerca Marcela Turati en su reportaje de Proceso (2/11/14, Nº 1983). La crónica nos proporciona la historia de un joven que, en su esfuerzo por ganarse la vida, pasó por distintas instituciones. En Ayotzinapa encontró su mejor posibilidad para estudiar. Con la carrera de maestro, Julio César quería darle un mejor futuro a su hija de dos meses. Esa posibilidad le fue arrancada de la forma más brutal. Su rostro, como escribe Turati, no aparece en las 43 fotos de los normalistas desaparecidos que ahora dan la vuelta al mundo. Julio César fue desollado; fue asesinado la noche del 26 de septiembre. La barbaridad del crimen que sufrió alimenta la voluntad de resistencia de sus compañeros.
La presencia de los asesinados y de-
saparecidos normalistas se hace viva en Ayotzinapa. Uno ve allí no sólo sus nombres, rostros y las butacas que debían ocupar, se encuentra también con los cultivos y las flores de cempasúchil que ellos ayudaron a sembrar. En su reportaje sobre el espacio agrícola de la normal de Ayotzinapa, Sanjuana Martínez (La Jornada, 2/11/14) nos describe las precarias condiciones en que se mantiene la granja y milpa de la normal. Pero en ese pequeño espacio agrícola vemos también la persistencia del campo, un verdadero milagro considerando la política del gobierno que tras décadas ha logrado estrangular la vida campesina. Las milpas y granjas de Ayotzinapa son un pequeño ejemplo del original proyecto que dio vida a las normales rurales; muestran la visión de sus arquitectos, quienes concebían el acceso a la educación y la reforma agraria como ejes imprescindibles del proyecto revolucionario.
En busca de la subversión se encuentra el orgullo de ser parte de una tradición de lucha; en busca de aventurismos se encuentra una dignidad indígena y campesina; en busca de ligas con el narco se encuentra a jóvenes deseosos de ganarse la vida de una forma honesta.
En 1964, cuando los estudiantes de las normales rurales de Saucillo y Salaices, junto con la normal del estado de Chihuahua, se movilizaban en apoyo a las luchas campesinas, el gobernador los declaró comunistas y a sus escuelas, nidos de agitadores. “Yo tengo deseos de saber qué cosa es comunismo –declaró entonces un estudiante–. Dicen que somos agitadores rojillos, ya que no tienen otra palabra para las demandas justas.”
¿Hasta cuándo se seguirá sin una concepción de lo que es la justicia?
* Profesora de historia en Dartmouth College y autora de Rural Resistance in the Land of Zapata: the Jaramillista Movement and the Myth of the Pax-Priista, 1940-1962.
De La Jornada, de México. Especial para Página/12.
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