EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Oficialmente, el segundo mandato presidencial de Dilma Rousseff empieza el 1º de enero de 2015. Pero estas dos semanas desde que logró la reelección frente al candidato de la derecha, Aécio Neves, fueron de vértigo y sacudón. Bajo varios aspectos, queda claro el difícil panorama que no sólo la mandataria sino todo el ambiente político y económico, y por consecuencia el país, vivirán en el futuro inmediato.
Por primera vez desde 2003, cuando Lula da Silva y el PT llegaron al poder, habrá una oposición firme y rabiosa. Aécio Neves logró 51 millones de votos, lo que significa 48 por ciento del electorado. Se siente fuerte y sabe que, para mantenerse como postulante, desde ahora, a las presidenciales del 2018, tendrá que ser la figura de proa de los insatisfechos con la actual situación. Hay un cierto malestar, alimentado por los poderosos conglomerados de medios de comunicación, la única oposición al PT organizada y actuante a lo largo de los últimos 12 años. Ahora, lograron una figura que incorpore el sentimiento antipetista, que alimentaron a extremos, principalmente en las clases medias y altas.
La muy dura y agresiva campaña electoral dejó secuelas y nadie se anima a decir cuándo serán superadas. En su discurso a la nación luego de los resultados, Dilma Rousseff convocó al diálogo. La primera respuesta de los derrotados vino del senador Aloisio Nunes Ferreira, el candidato a vicepresidente de Neves. Conocido por su temperamento explosivo, el legislador dijo que no aceptaba diálogo alguno. Luego de unos días, habló Neves, quien dijo que sólo acepta dialogar si es para investigar a fondo el escándalo de las denuncias de gruesa corrupción en la estatal petrolera Petrobras (ni una palabra sobre escándalos similares en las administraciones del gobierno estadual de San Pablo, que están por cumplir 24 años bajo dominio absoluto de su partido).
Este clima de tensión absoluta entre vencedores y vencidos se repite, aunque en menor grado, por el país. En el centro financiero y económico, San Pablo, una provincia conservadora, que siempre miró con desprecio a los ninguneados por el sistema basado en avaricia, ambición e injusticia social que desde hace siglos impera en Brasil, hay un odio palpable. Al menos dos manifestaciones callejeras, reuniendo a gente de clase media y media-alta, dejaron claro el grado de rabia de la que están impregnados los derrotados. Se oyeron voces contra la “dictadura del PT”, contra “la entrega de nuestro dinero a Cuba”, contra “el comunismo del gobierno” y, previsiblemente, se pidió el retorno de los militares al poder. Se pide a gritos que el Congreso abra un proceso para que Dilma sea alejada de la presidencia. Ese claro golpismo parlamentario es apoyado de manera descarada tanto por sectores de los partidos de oposición como por parte sustancial de la prensa.
En estas dos semanas que siguieron a su reelección, Dilma adoptó medidas que trató de postergar mientras duraba la campaña electoral. La tasa básica anual de interés subió de 11 para 11,25 por ciento, sorprendiendo hasta a los especuladores habituales de siempre, el llamado “mercado financiero”. La gasolina tuvo un aumento de alrededor de 3 por ciento, habrá cortes y ajustes en los gastos del gobierno. El dólar, mientras tanto, experimentó una significativa subida frente al real (esta semana, 3,6 por ciento). Hay una tremenda presión del sector productivo privado para que cambie la política económica. Las cuentas públicas están deficitarias, y a la muy posible excepción de la tasa de inflación, ninguna otra meta será alcanzada por el gobierno.
La composición política con los aliados es otro problema: a ejemplo del electorado, también el PMDB, mayor partido de la coalición de base, se dividió en la campaña. Claro que el PMDB jamás tuvo como característica otra cosa que el oportunismo y la poca confiabilidad, pero sin él nadie gobierna Brasil. Para mantenerse en el gobierno, exige más espacio y mayor participación, léase los ministerios con más presupuesto.
Para terminar, el nuevo Congreso, que inicia su período electoral en febrero, está más fragmentado que nunca, y supera al actual en conservadurismo. Hay claros indicios de que la tendencia será transformar la vida del gobierno en un verdadero infierno.
Si a ese escenario se suman otros componentes –las investigaciones sobre corrupción, las incertidumbres sobre los rumbos de la economía, las presiones internas en el mismo PT por más espacio, la pugna entre los grupos claramente reaccionarios, los liberales y los izquierdistas dentro de la misma y esdrújula alianza de base del gobierno–, será posible empezar a calcular las dificultades que esperan por Dilma y por el país de ahora en adelante.
Hay, sin embargo, un contrapunto sólido: el respaldo de la mayor parte de la población, el cambio profundo y las conquistas sociales experimentadas por Brasil desde que el PT empezó, primero con Lula y luego con la actual presidenta.
Esa, en el fondo, será la principal y verdadera base de apoyo del gobierno de aquí en adelante.
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