EL MUNDO › OPINION
› Por Sergio Wischñevsky
Con 88 años recién cumplidos falleció ayer el historiador Tulio Halperín Donghi. Varias generaciones de historiadores y de entusiastas lectores nos formamos leyendo sus ensayos, discutiendo con sus escritos, enojándonos con su gramática y aprendiendo con su singularísimo estilo. Discutir a Halperin fue parte de un gesto que se tornó folklórico. Doctorado en Historia y Derecho en la Universidad de Buenos Aires ejerció la docencia en la Facultad de Filosofía y Letras (entre 1955 y 1966) y en la Universidad Nacional del Litoral, de la que fue decano, fue profesor en Oxford y desde 1972 enseñaba en la Universidad de California, Berkeley. Nunca dejó de venir a la Argentina, nunca dejó de pensarla y de participar en sus debates. La lógica clasificatoria que quiere ver en el mundo de los historiadores a mitristas vs. revisionistas, o alguna fórmula binaria por el estilo, fracasa si intenta enlazarlo en una clasificación rígida y perdurable. Sus análisis históricos penetran los procesos sociales, los protagonismos biográficos y los desenlaces de los acontecimientos imbuidos de una complejidad de la que su prosa es testimonio. Entre sus numerosas publicaciones figuran Historia contemporánea de América latina (1967), El revisionismo histórico argentino como visión decadentista de la historia nacional (1970), El ocaso del orden colonial en Hispanoamérica, Una nación para el desierto argentino (1982), Guerra y finanzas en los orígenes del Estado argentino 1791-1850, José Hernández y sus mundos (1985), La democracia de masas (1991), La larga agonía de la Argentina peronista (1994) y La República imposible (1994), dicho esto en una selección arbitraria y desordenada. Su último libro fue publicado hace apenas un mes: El enigma Belgrano. Reconocido por su agudeza y punzante ironía, era el patriarca de la escuela histórica que desde 1983 pregona la profesionalización del trabajo del historiador y el encorsetamiento de sus prácticas a las duras reglas del credo academicista. Sin embargo, a Halperin le gustaba escribir ensayos y arriesgaba hipótesis mucho más cerca de un polemista que se divertía lanzando provocaciones y sugiriendo caminos a recorrer que del lado del riguroso citador de fuentes que se quiere pensar neutral y apolítico. Su libro La larga agonía de la Argentina peronista, escrito hace 30 años, arriesga un vaticinio que a esta altura de nuestra historia parece un modo de ser. Como todo discurso, la dilatadísima obra de Halperin tiene sin duda silencios, omisiones, tretas, desbalances, cinismos y baches argumentales. ¿Quién no los tiene? Pero es muy difícil no ver la enorme iluminación que recorrer su obra produce. Incluso para estar en contra es un enorme punto de referencia. Una de esas intensidades de sus textos es el incesante esfuerzo por no aprisionar la historia en preconceptos que hacen de los actores simples marionetas de un recorrido del que ya se sabe a priori a dónde conducen. Sabía Halperin que los protagonistas de cualquier historia, imbuidos en sus pasiones y voluntades, se dirigen a rumbos que desconocen, que están inmersos en fuerzas que los superan y que apenas pueden percibir. Por eso meterse en ese universo complejo que es la prosa halperiniana requiere de paciencia, de saber que a toda oración le seguirá una derivada, que a veces una idea se perderá en un oscuro rincón y reaparecerá mucho después o no lo hará nunca. Muchos somos los que sentimos el desgarro de saber que se fue un gran maestro, no porque estuviéramos en todo de acuerdo con él. Bibliografía obligada de todas la universidades de Latinoamérica y de muchos otros lugares del mundo, su presencia seguirá sin duda vigente en una vorágine de congresos, escritos, homenajes y jornadas que es muy fácil prever, empiezan a gestarse desde hoy. Chau, maestro.
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