Sáb 11.07.2015

EL MUNDO  › OPINION

Sostiene Francisco

› Por Atilio A. Boron

Después del discurso de Francisco ante el Encuentro de Movimientos Sociales no tardaron en surgir voces advirtiendo que sus palabras no debían tomarse en serio habida cuenta de la larga historia de la Iglesia como guardiana del orden capitalista y responsable de incontables crímenes. Se imponía la incredulidad e, inclusive, una vigilancia militante para evitar que el mensaje papal frustrase el ansiado desarrollo de la conciencia crítica de los pueblos oprimidos. Discrepo de esas opiniones. Es más: creo que éste no es un tema que debería preocuparnos. Desde el punto de vista de la construcción de un bloque histórico anticapitalista –aunque no desde la abstracción de un juicio ético– el hecho de que Francisco crea o no en su propio discurso es irrelevante y no tiene sentido discutir aquí. Lo que sí interesa es que esas palabras fueron vertidas en una importante reunión de líderes y dirigentes sociales latinoamericanos y que alcanzaron de inmediato una impresionante resonancia mundial. Que el Papa diga que el capitalismo es un sistema agotado, que ya no se lo aguanta más, que el ajuste siempre se hace a costa de los pobres, que no existe tal cosa como el derrame de la riqueza de la copa de los ricos, que destruye la casa común y condena a la Madre Tierra, que los monopolios son una desgracia, que el capital y el dinero son “el estiércol del demonio”, que se debe velar por el futuro de la Patria Grande y estar en guardia ante las viejas y nuevas formas de colonialismo, entre tantas otras afirmaciones, tiene efectos políticos objetivamente de izquierda que son de una importancia extraordinaria. Claro, todo esto ya lo habían dicho Fidel, el Che, Camilo, Evo, Correa, Chávez y tantos otros en la teología de la liberación y el pensamiento crítico de Nuestra América. Pero sus juicios eran siempre puestos bajo sospecha y toda la industria cultural del capitalismo se abalanzaba sobre ellos para burlarse de sus certidumbres, descalificándolas como productos de un anacrónico radicalismo decimonónico. Las tecnócratas al servicio del capital y los “biempensantes” posmodernos decían que aquellos nostálgicos no comprendían que los tiempos del Manifiesto Comunista habían pasado, que la revolución era una peligrosa ilusión sin porvenir, y que el capitalismo había triunfado inapelablemente. Pero ahora resulta que quien lo cuestiona radicalmente, con un lenguaje llano y rotundo, es Francisco y entonces ese discurso adquiere una súbita e inédita legitimidad, y su impacto sobre la conciencia popular es incomparablemente mayor. Con sus palabras se abrió, por primera vez en mucho tiempo, un espacio enorme para avanzar en la construcción de un discurso anticapitalista con arraigo de masas, algo que hasta ahora había sido una empresa destinada a ser neutralizada por la ideología dominante que difundía la creencia de que el capitalismo era la única forma sensata –¡y posible!– de organización económica y social. Ya no más. El histórico discurso de Francisco en Bolivia instaló en el imaginario público la idea de que el capitalismo es un sistema inhumano, injusto, predatorio, que debe ser superado mediante un cambio estructural y que, por eso, no hay que temerle a la palabra revolución. Dejemos que filósofos, teólogos y psicólogos se entretengan en discutir si Francisco cree o no en lo que dijo. Lo importante, lo decisivo, es que gracias a sus palabras estamos en mejores condiciones para librar la batalla de ideas que convenza a todas las clases y capas oprimidas, a las principales víctimas del sistema, que hay que acabar con el capitalismo antes que ese infame sistema acabe con la humanidad y la Madre Tierra.

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