EL MUNDO › OPINION
› Por Eric Nepomuceno
Mientras ya nadie sabe si la crisis económica torna aún más grave y delicada la crisis política, o si la crisis política profundiza aún más el panorama económico, Brasil pasó a vivir bajo la tensa y peligrosa posibilidad de sumergirse en una tremenda crisis institucional.
El gobierno de Dilma Rousseff, que apenas cumplió seis meses de su segundo mandato, fragilizado y aislado, enfrenta ahora, además de la infidelidad de los aliados, la rebelión del presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha.
Luego de haber sido puesto bajo investigación por la Justicia, a raíz de su supuesta participación en un gigantesco esquema de corrupción, Cunha –que ya había declarado que era víctima de presiones del gobierno junto a la Procuraduría General de la República– vio cómo uno de los detenidos por la causa aseguró al juez que lo interrogó cómo pasó al actual presidente de la Cámara cinco millones de dólares como propina. Según el denunciante, Cunha amenazó a un consorcio integrado por dos empresas japonesas con abrir una investigación parlamentaria sobre los contratos con la Petrobras, a menos que le pagasen. El parlamentario acusado, confirmando su fama de autoritario y manipulador, reaccionó de forma intempestiva.
Al anunciar pública y estruendosamente su ruptura con el gobierno, Cunha deflagró una situación insólita y peligrosa. Acto continuo, empezó a aprobar medidas claramente contrarias a los intereses del Poder Ejecutivo, en un momento sumamente delicado para el país, dejando entreabierta la puerta para llegar inclusive a un juicio parlamentario capaz de alejar Dilma Rousseff de su puesto.
La reacción inicial tanto de la oposición como del mismo partido del diputado rebelado, el PMDB, principal aliado del PT, fue la de aislarlo. Al mismo tiempo, a raíz de la denuncia del empresario detenido al juez, quedó abierta la posibilidad de que tanto la policía federal como el Ministerio Público pidan a la Corte Suprema la suspensión de los derechos políticos de Eduardo Cunha, que, con eso, sería expulsado de la Cámara.
El cuadro en sí ya sería grave, pero hay otros componentes. Gracias a una maniobra de la oposición, tanto Dilma Rousseff como el vicepresidente Michel Temer están bajo investigación formal del Tribunal Superior Electoral. Acaso sus integrantes lleguen a la conclusión de que en la campaña electoral del año pasado hubo dinero ilegal, oriundo de propinas y fraudes en los contratos entre grandes constructoras y la Petrobras, la presidenta y su vice perderían sus mandatos. Si eso ocurre, según la Constitución le tocará al presidente de la Cámara de Diputados convocar nuevas elecciones generales en el plazo de 90 días. También en el Tribunal de Cuentas de la Unión, órgano auxiliar del Congreso, se analizan las cuentas correspondientes a 2014, último año del primer mandato presidencial de Dilma Rousseff. Caso las cuentas sean reprobadas, la palabra final será del Congreso, que podrá determinar la suspensión de la presidenta.
Lo más delicado es que, precisamente en un momento de semejante presión, varios integrantes de ese enredo están, por su vez, seriamente involucrados en denuncias graves. En el Congreso, los presidentes tanto de la Cámara como del Senado están bajo investigación de la Justicia. Y en la otra instancia, el Tribunal de Cuentas de la Unión, su presidente está bajo denuncia formal por haber permitido que su hijo, a quien por su vez se acusa de haber cobrado un millón de dólares de propina, actuase como abogado en el ámbito judicial que él dirige.
De aquí a agosto corre el receso parlamentario. Y mientras sus excelencias entran en vacaciones, por cada pasillo de Brasilia se intensificará enormemente la clara atmósfera de las conspiraciones.
Hoy por hoy es imposible prever cuáles serán los próximos pasos de ese ballet confuso y peligroso. Frente al bombardeo lanzado por el por ahora solitario Eduardo Cunha en plena rebelión, la determinación de Dilma a los integrantes del gobierno fue clara: no contestar, para no aumentar aún más la temperatura de la caldera que puede explotar de una hora a otra.
De los 523 diputados federales de la actual legislatura (la de peor nivel en décadas), al menos 150 demuestran una fidelidad incondicional a Cunha. Eso significa que él cuenta con considerable respaldo para, por ejemplo, admitir un pedido de impedimento de la presidente, como el presentado hace dos meses por agrupaciones de extrema derecha.
En épocas normales, ese pedido no pasaría de la portería. En una época absolutamente anormal como la creada por la declaración de guerra del presidente de la Cámara al gobierno, nada impide, legalmente, que tal pedido, por menos base que tenga, sea llevado a análisis de los diputados. Difícilmente podrá resultar, pero mientras siga la tramitación reglamentar el gobierno estará totalmente paralizado.
Para un país que enfrenta una crisis económica profunda, que genera una insatisfacción popular palpable en el aire, nada peor, para el futuro inmediato, que semejante cuadro de peligro institucional.
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