Dom 24.01.2016

EL MUNDO  › A UNA SEMANA DEL ARRANQUE DE LAS PRIMARIAS EN EE.UU.

Una campaña que desafía toda categorización

Los estadounidenses podrían presenciar la primera convención de nominación verdaderamente abierta en 40 años, posiblemente incluso la ruptura de un otrora gran partido político.

› Por Rupert Cornwell *

El candidato Donald Trump le apunta al del establishment, Jeb Bush, durante un debate en Ohio.

Hay elecciones statu quo. Hay elecciones decisivas. Y luego está la elección de Estados Unidos de 2016, que desafía toda categorización. Un magnate inmobiliario de Manhattan que se hizo famoso en un reality show de la televisión puede convertirse en el hombre más poderoso del mundo; un socialista confeso podría hacerse cargo en el hogar espiritual del capitalismo. Los estadounidenses podrían presenciar la primera convención de nominación verdaderamente abierta en 40 años, posiblemente incluso la ruptura de un otrora gran partido político. Y 2016 podría producir –qué banal parece este pensamiento ahora– la primera presidenta del país.

¿Entonces qué está pasando? El calendario oficial es el que se conoce, comenzando dentro de ocho días, cuando los votantes del pequeño, blanco, rural estado de Iowa, tan poco representativos, tomen parte en los caucus (elecciones indirectas) que señalan el comienzo de las elecciones primarias. Luego vienen las votaciones en New Hampshire, Carolina del Sur y Nevada, seguidas de una acelerada cascada de elecciones primarias. En julio comienzan las convenciones. Y finalmente el gran día, el 8 de noviembre, cuando Estados Unidos elegirá a su presidente número 45, una rutina de cerca de 18 meses desde que se declaró la primera candidatura. Pero la normalidad termina con el calendario, para el Partido Republicano, por lo menos.

Los demócratas no han sido inmunes a las crisis, pero su campaña hasta ahora sigue un patrón familiar. No por primera vez, un candidato del establishment –en este caso, Hillary Clinton– es desafiada por la izquierda, en la persona de Bernie Sanders. A veces el insurgente incluso gana la candidatura, como lo hizo George McGovern en 1972, año marcado a sangre por la guerra de Vietnam.

Y la carrera de este año está ahora mucho más cerca de la coronación de Clinton de lo que parecía probable incluso hace dos meses. Sanders bien podría prevalecer en Iowa y New Hampshire, pero la expectativa actual es que eventualmente perderá.

En cambio la batalla republicana se encuentra en un territorio completamente desconocido. El votante promedio se ha amotinado. La elite republicana, los magnates del Congreso, los donantes ricos, y los jefes nacionales y estatales del partido, han perdido por completo el control de los acontecimientos. La dirección del partido, incluso su propia existencia, está cuestionada. Entonces, ¿cómo es que hemos llegado a esto? La respuesta, en un nivel, es muy sencilla. El tumulto es el equivalente político de la perfecta alineación de las fuerzas meteorológicas detrás de la tormenta de nieve gigantesca que inundó a la costa este el fin de semana. A diferencia de la tormenta de nieve, sin embargo, la crisis republicana ha tardado años.

Los votantes del partido se rebelan contra un sistema y un establishment que los ha traicionado. Las semillas de la crisis se encuentran en las manipulaciones de los distritos del Congreso (cometidos, hay que decirlo, por ambas partes), como resultado de los cuales el 90 por ciento de los escaños en la Cámara de Representantes, la base de poder de los republicanos en Washington, están seguros. Así, el verdadero peligro para la mayoría de los legisladores republicanos es un desafío desde la derecha. Esa amenaza a su vez ha impulsado a las bancadas del partido en el Congreso hacia la derecha. De ahí la polarización, y la desaparición de los moderados dispuestos a llegar a un acuerdo, la única manera de hacer las cosas en un sistema político construido sobre pesos y contrapesos. Pero el partido continuó vendiendo la falacia de que, incluso cuando un demócrata ocupara la Casa Blanca, una mayoría republicana podría crear un gobierno reducido, conservador y valiente, que podrían deshacerse de Obamacare, y echar a los inmigrantes. Finalmente los votantes han visto la estafa, y están furiosos.

Luego está el problema de dinero. Los obreros y la clase media que votan a los republicanos se han despertado al hecho de que el sistema político de Estados Unidos es el mejor que el dinero puede comprar. Y no sólo está en el límite de lo corrupto. El Congreso parece no responder a las necesidades de las personas, sino a los intereses de los de las corporaciones y grupos de presión que financian las campañas de sus miembros. No es de extrañar que “Washington” es la palabra más sucia en el léxico político, o que el Congreso es menos popular que el comunismo y las colonoscopías.

Y en este brebaje venenoso hay un tercer ingrediente. Las elecciones estadounidenses son generalmente festivales de esperanza y optimismo. Salvo para los republicanos, que temen a las leyes, temen a los inmigrantes; temen al terrorismo; temen a la pérdida de empleos y al declive económico; temen, para decirlo en pocas palabras, de que Estados Unidos se vaya a pique. Combine todos estos elementos, y ¿qué se obtiene? Donald Trump.

Cuando Trump se anotó en la carrera presidencial en junio pasado, parecía ser una candidatura de vanidad, un ejercicio de relaciones públicas narcisista y de corta duración que mantendría su nombre, y sus intereses empresariales, en las luces. En cambio, él dominó la campaña y su ventaja en las encuestas está creciendo. Su talento para el espectáculo y la propensión a hablar de lo indecible le ganaron una cobertura mediática por la que morirían sus rivales. Y a medida que los demás contendientes se fueron desgastando, él fue mejorando su actuación.

Lo más importante es que tocó la fibra sensible. No sólo porque él entiende la creencia de los votantes republicanos blancos que ellos, la sal de la percepción subjetiva de la tierra americana, estaban siendo marginados y olvidados, perdidos en un país cada vez más multicultural, donde las minorías de súper ricos y advenedizos eran las prioridades. El hombre que articulaba sus preocupaciones era, además, alguien que había prosperado poderosamente dentro del sistema. Si él arremetió contra el statu quo es que realmente debe saber por qué. Al hacerlo, Trump rompió las reglas. Después de la innecesariamente prolongada y cruel primaria republicana de 2012, que hirió gravemente al eventual candidato Mitt Romney, el partido cambió las reglas de sus primarias con la esperanza de asegurarse un candidato temprano en el proceso. En lugar de eso, generaron un caos.

Una plétora de candidatos dignos entró en la carrera. Sin embargo, si un candidato se impone rápidamente, esa persona, tal como están ahora las cosas, es probable que sea o bien el no-político Trump o su más cercano rival, el senador archiconservador Ted Cruz de Texas, un saboteador del establishment desde adentro. La jerarquía republicana está desconcertada todavía no sabe qué pensar de Trump. Pero sabe exactamente lo que piensa de Cruz. Lo detesta. Si ninguno gana, una convención abierta es una posibilidad, una receta para el caos en que los únicos beneficiarios serían los demócratas. La última vez que esto sucedió fue en 1976, cuando ni el presidente Gerald Ford ni su rival Ronald Reagan tuvieron una mayoría de delegados, y la convención eligió a Ford. En ese entonces este tipo de eventos se denominaba convenciones negociadas. En estos días, sin embargo, el establishment republicano no está en condiciones de negociar nada. En un año normal, los candidatos que fueron o son gobernadores de los estados serían los que se beneficien, no contaminados por Washington y dotados de una verdadera experiencia ejecutiva. Pero no ha sucedido. Cualquiera de los tres gobernadores que se postulan –John Kasich de Ohio, Chris Christie de Nueva Jersey y Jeb Bush, ex gobernador de Florida– sería un presidente posible.

Pero incluso si se incluyera Marco Rubio, un senador, pero también un candidato del establishment, sumados los cuatro sumados obtienen un apoyo del 30 por ciento en las encuestas nacionales. La brigada de demolición de Trump, Cruz y el neurocirujano retirado Ben Carson (que al igual que Trump no ha pasado un día en el cargo electivo en su vida) tienen 60 y pico por ciento.

Para los demócratas simplemente aún se aplican las reglas estándar. Si Clinton, por poco inspiradora que sea como candidata, es la favorita, es porque se espera que los votantes premien su experiencia, su dominio de los temas, su competencia manifiesta. No así los republicanos. Sus propuestas políticas no se extienden mucho más allá de los sonidos espeluznantes o los insultos personales. La ortodoxia no existe, la experiencia política real es una descalificación. Cuanto más rudo es Trump, más popular se vuelve. La supuesta lección de la derrota de Romney en 2012, elaborada en diversas autopsias oficiales, fue que el partido tenía que ser más amable con los inmigrantes, las minorías y las mujeres, electorados que dominan los demócratas.

Está ocurriendo lo contrario. Trump ha ido más lejos, por supuesto, con su llamado a prohibir a todos los inmigrantes musulmanes, pero la mayoría de los otros candidatos está siguiendo su línea (con la honrosa excepción de Jeb Bush).

El dinero y los malos Super-PAC (comités de apoyo fininanciero) no parecen importar mucho. Bush recaudó más de U$S 100 millones, incluso antes de declarar su candidatura, y no le ha servido mucho. Multimillonarios como los hermanos Koch y Sheldon Adelson, el magnate de los casinos de Las Vegas, se supone que son los titiriteros de la elección de 2016. Pero Charles y David Koch, quienes planeaban invertir U$S 900 millones en la campaña, han lamentado públicamente su falta de influencia en los procedimientos. La operación Trump básicamente se autofinancia, mientras que por el lado demócrata, Sanders está rompiendo todos los récords de pequeñas donaciones.

En cierto sentido, Trump no es nada nuevo. Allá en la década de 1850, el Partido Know-Nothing en Estados Unidos criticó a la inmigración irlandesa. En Europa hoy, los partidos populistas, desde Ukip en Gran Bretaña al Frente Nacional de Francia, el Partido de la Libertad de Austria y muchos otros, han creado un curso que Trump está siguiendo. Todos ellos movimientos de derecha y de clase trabajadora, que se alimentan del miedo y desilusión con una orden político establecido que los ha defraudado.

Trump le dio al proceso una pizca de arrogancia estadounidense, pero su mensaje es el mismo. “Tenemos U$S 18 mil millones en deuda. No tenemos nada más que problemas. Tenemos perdedores. Tenemos personas que son moralmente corruptas. Tenemos personas que están vendiendo este país, tirándolo por el desagüe...El sueño americano está muerto.” Y el mensaje apela no sólo a los republicanos, sino a todo un estrato de la población. De hecho, no es poco lo que Sanders y Trump tienen poco en común. Tomemos el arrebato de Sanders en su último debate con Clinton. “El pueblo estadounidense quiere que aumente el salario mínimo a 15 dólares la hora (que hoy está en U$S 7,15).”, declaró Sanders. “Reconstruir nuestra infraestructura en deterioro, crear de 13 millones de puestos de trabajo, eso quiere el pueblo estadounidense. Exigir que los ricos empiecen a pagar su parte justa de impuestos. El pueblo estadounidense lo quiere. El problema real es que el Congreso es propiedad de millonarios y se niega a hacer lo que el pueblo estadounidense quiere que haga”.

A gran parte de eso, uno sospecha, Trump diría amén. De hecho, toma lo que dice Sanders, sólo que desde una perspectiva diferente. El tiene dinero, y por lo tanto es independiente. El conoce la venalidad del sistema desde su interior, como donante político que espera algo a cambio de los impuestos que paga.

Esta superposición de extremos ayuda a explicar por qué la campaña 2016 es tan estimulante. Los consultores y los expertos ya no tienen las respuestas. Por una vez, una campaña está siendo dirigida por los votantes. Preguntas que fueron tabú durante mucho tiempo ocupan el centro del escenario: el papel del dinero, la necesidad de reformar el sistema político, lo que la gente realmente piensa acerca de los inmigrantes, los méritos de un sistema de salud único, entre muchos otros.

¿Cómo terminará todo esto? Nadie tiene ni idea. Tal vez el Partido Republicano se recuperará de sus divisiones, como lo hizo después de la pérdida con Barry Goldwater en 1964, que allanó el camino para los años de gloria de Reagan. Quizás Trump y Cruz se autodestruyan, como eséra el establishment, y surja un candidato “razonable” y la agitación de hoy será tan pasajera como una tormenta de nieve en Washington. Pero uno sospecha que no.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

(Versión para móviles / versión de escritorio)

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS rss
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux