EL MUNDO › OPINION
› Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
La verdad es que hay, tanto en el PT como en el grupo más cercano a Lula da Silva, una clara incomodidad frente al silencio de la presidenta Dilma Rousseff y de su gobierno con relación a la verdadera masacre sufrida por el ex presidente. Una muy bien organizada acción articulada por amplios y poderosos sectores de la Policía Federal, del Ministerio Público y, claro, de los grandes medios hegemónicos de comunicación encontraron en un juez de provincia llamado Sergio Moro el eje para una campaña como no se ve en Brasil desde hace al menos 65 años, cuyo objetivo es la rápida y fulminante deconstrucción de la imagen del más importante líder popular surgido desde Getulio Vargas, el mítico presidente que, acosado por una campaña similar, optó por matarse en agosto de 1954.
Son ingredientes claros de toda claridad. De un lado, los partidos de oposición, encabezados por el PSDB (Partido de la Socialdemocracia Brasileña), noqueado por el PT de Lula en cuatro ocasiones sucesivas en sus intentos de volver a la presidencia.
Dando muestras de que su irresponsabilidad desconoce límites, el PSDB no solo intenta el golpe institucional por dos vías –la del juicio político en el Congreso, y la impugnación de las elecciones de 2014, que condujeron Dilma Rousseff a la presidencia, en el Tribunal Superior Electoral– también se dedica día a día a derrotar medidas propuestas por el gobierno que fueron precisamente creadas y defendidas durante los dos mandatos de Fernando Henrique Cardoso (1995-2002), principal expresión del partido. Así, cualquier cosa que pueda ser perjudicial al gobierno, no importan las consecuencias sobre el país, merece el pronto respaldo del PSDB.
De otro lado, el verdadero combustible de la fogata destinada a intentar carbonizar a Lula da Silva viene de un esquema tan visible como absurdo, sin que nadie intente deshacerlo.
La cosa funciona así: algún funcionario de la Policía Federal advierte a los medios hegemónicos de comunicación que se detectó una sospecha sobre Lula da Silva (las pruebas o indicios son, por supuesto, innecesarias). La información es inmediatamente publicada por la prensa y diseminada por la televisión, especialmente la Globo, que creció y se fortaleció durante la dictadura militar (1964-1985) y no oculta sus nostalgias de los buenos tiempos.
Con base en esa noticia, algún fiscal de escalón intermedio pide a la Federal una investigación. El juez Sergio Moro la autoriza, y listo.
Muchos de los comisarios de la Policía Federal que investigan el esquema de corrupción implantado en la Petrobras y otras estatales hicieron campaña, por las redes sociales, para el derrotado Aécio Neves, del PSDB, frente a Dilma, en 2014.
Muchos de los fiscales que orbitan alrededor del juez Moro integran sectas evangélicas que se oponen a todo lo que se refiera al gobierno, y alegremente participan de cultos condenando a Lula, Dilma, al PT y todo lo que tenga olor a izquierda al fuego eterno.
Moro, ídolo máximo de la derecha, actúa como Justiciero Supremo. No parece preocupado por los escandalosos abusos dictados por su pluma afilada y su voz finita. Le importa mantener empresarios y políticos detenidos inexplicablemente hasta que acepten el recurso de la “delación premiada” y confiesen cualquier cosa con tal de volver a casa.
Hay, efectivamente, una inexplicable inacción de parte del ministro de Justicia de Dilma, a quien la Policía Federal está administrativamente subordinada. No se trata, claro está, de impedir que se investigue a fondo y sin límites todo y cualquier acto de corrupción. Pero ¿por qué no impedir el filtraje selectivo a la prensa de acusaciones sin ninguna prueba? ¿Por qué permitir que no se investiguen denuncias contra partidos de oposición, que se multiplican por doquier? Ninguna medida es adoptada para que los minuciosos reglamentos de conducta sean respetados y cumplidos.
De todas formas, algo ya se logró: Lula es culpado. ¿De qué? De ser dueño de un departamento de clase media en un balneario decadente que él mismo admitió haber tenido como opción de compra, de la cual desistió. De ser dueño de una finca que está a nombre del hijo de uno de sus mejores y más antiguos amigos.
Ambos inmuebles fueron refaccionados por constructoras involucradas en escándalos de corrupción. Y que, por su vez, son las mismísimas que financiaron la compra del inmueble y el lujosísimo mobiliario del instituto de otro ex presidente, Fernando Henrique Cardoso, del tan moralista PSDB.
Cardoso es un intelectual de alto coturno, un ejemplo nítido de las élites académicas no solo de su país, pero del continente. Una donación a su instituto es un acto de generosidad del empresariado.
Lula da Silva es un obrero de escasísima cultura académica, pero de indescriptible sensibilidad social e intuición política. Una donación a su instituto es, claramente, un acto de corrupción.
La gran prensa y la derecha resentida ya tienen el culpable: Lula da Silva. Ahora tratan de descubrir cuál crimen fue cometido.
Lo más importante, lo esencial, es impedir que él vuelva a ser electo en 2018.
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