EL MUNDO › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
El pasado viernes Dilma Rousseff aseguró, en una conferencia de prensa, que no está “resignada” y que, para ella, la palabra “renuncia” es una ofensa. Recordó haber sido presa y torturada durante la dictadura militar (1964-1985) “por mis convicciones”, y que jamás se resignó frente a nada.
Ha sido la reacción a los rumores de que, a esta altura, ella ya estaría resignada a que su gobierno difícilmente llegaría a 2018, cuando termina su mandato, y podría presentar su renuncia. Tratase, por supuesto, mucho más de una manifestación de deseo de la derecha que cualquier otra cosa. Quien conozca, aunque de manera absolutamente superficial, la trayectoria personal de Dilma, entenderá que renunciar sería lo último que le vendría a la cabeza.
Acosado por un Congreso hostil, sin control sobre su base de apoyo –una alianza que jamás tuvo solidez–, con una crisis económica sin precedentes en 25 años, el gobierno de Dilma Rousseff no da muestras de lograr salir de la parálisis en que se encuentra. Al mismo tiempo, a cada día se cierra más el cerco armado por un esquema que junta los grandes medios de comunicación, sectores de la Policía Federal y del Ministerio Público, bajo la conducción mediática y polémica de un juez de primera instancia. Frente a esa bien aceitada estructura, no se logró ninguna respuesta concreta para matizar la campaña de prensa y el envenenamiento a que está sometida la opinión pública, mientras que las instancias superiores del Poder Judiciario no dan muestras de pretender corregir abusos evidentes y graves limitaciones a los derechos de defensa practicadas en el ámbito de la Operación Lavado Rápido, conducida por el juez Sergio Moro y que investiga el esquema de corrupción existente en la estatal Petrobras.
Las poquísimas gotas que faltan para colmar el vaso surgen a cada día. El clima general es de desolación.
El mismo esquema mediático-policíaco-judicial que actúa sin treguas frente a un gobierno fragilizado, aislado e inerte, distribuye sobradas y concretas muestras de que su verdadero objetivo está más allá de liquidar por anticipado un mandato conquistado el domingo, 26 de octubre de 2014, por el voto soberano de 54 millones, 501 mil y 118 electores. Su verdadero objetivo es liquidar Lula da Silva, el presidente que cambió la faz social de un país de profundas desigualdades.
Las conquistas de las presidencias de Lula (2003-2010), mantenidas durante por lo menos los tres primeros años del primer mandato de su sucesora, Dilma Rousseff (2011–2013), están bajo dos clases de amenaza. La primera: la crisis provocada, en buena parte, por errores cometidos por la misma Dilma en 2014 y 2015.
La segunda y principal razón: el juego sucio de la minoría que, a lo largo de siglos, supo beneficiarse de un sistema absurdo, abusivo, erguido y mantenido para satisfacer el hambre voraz de unos pocos en detrimento de los derechos y anhelos básicos de las inmensas mayorías de ninguneados.
Desde la mañana misma del día siguiente a la victoria de Dilma, la gran derecha supo movilizarse para intentar retomar el poder que el electorado le negó por cuatro veces consecutivas. Y eso es lo que hay que reconocer en primer lugar, cuando se intenta entender cómo Brasil llegó al punto en que está.
Hubo, desde luego, graves equívocos cometidos por Dilma, tanto en el campo de la política como de la economía. Para empezar, en su segundo mandato armó un ministerio que más se parecía a una asamblea de mediocridades. Luego, en un desastrado intento de seducir a esa nefasta y maléfica entidad llamada ‘mercado’, anunció una política económica que era literalmente el revés de lo que había prometido en su campaña electoral. Impuso su rechazo personal al diálogo y, para culminar, no supo cómo manejarse con la actual legislatura, la peor y de más bajo nivel ético, ideológico y moral de los últimos 30 años.
Se puede discutir todos y cada uno de esos aspectos. Pero no cabe discusión alguna sobre la legitimidad del mandato de Dilma Rousseff.
El clarísimo intento de golpe institucional es nada más que el paso final de un boicoteo que empezó en la primera hora del primer día de 2015, cuando Dilma inauguró su segundo mandato.
El bombardeo cotidiano de denuncias, por la vía de filtrajes selectivos a los medios involucrados hasta el cuello en el intento de golpe, la movilización de grupos callejeros golpistas cuya estructura y financiación permanecen misteriosos, la deslealtad genética de su principal aliado, el PMDB, alcanza ahora su punto máximo.
No hay una sola, una miserable y única denuncia sobre el repase irregular de recursos a la campaña de su adversario, Aecio Neves, en 2014. Mejor dicho: hubo y hay, pero son de inmediato barridas para debajo de la gran alfombra de la conspiración.
Por su vez, toda y cualquier denuncia contra Dilma, el PT y Lula, por más inconsistente que sea, gana de inmediato aires de prueba incontestable.
Por estos días el escenario de pesadilla vivido por el gobierno –y por el país– llega a su hora cero, la hora de la decisión. Una decisión que, para profunda frustración de todos los que creyeron que Brasil había, por fin, encontrado su ruta, parece pender para todo aquello que se quiso considerar como una mala etapa cerrada para siempre.
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