EL MUNDO › OPINION
› Por Martín Granovsky
En la web de Folha de Sao Paulo, el principal diario de oposición en Brasil, el título que abarcaba las noticias de la tarde tenía dos palabras: “Gobierno sitiado”. Es una buena descripción. Habría que agregar que el sitio es a muerte y tiene dos blancos, Dilma Rousseff y Luiz Inácio Lula da Silva.
El objetivo es tumbar a Dilma y encarcelar o dejar cerca de las rejas a Lula. La meta de fondo es que el Partido de los Trabajadores quede como un espejismo de cuya existencia real incluso pueda dudarse. ¿De verdad hubo un partido fundado en 1980 por dirigentes sindicales, cristianos de base e intelectuales de izquierda? ¿Es cierto que encabezaron la lucha contra la dictadura? ¿En serio lograron la construcción posleninista más popular desde el eurocomunismo italiano? ¿Es un hecho real que solo 22 años después de su fundación el candidato del PT, un tornero nordestino emigrado a Sao Paulo que había sobrevivido al hambre y a los golpes de su padre, se presentó por cuarta vez a una elección presidencial, la ganó y el 1ª de enero de 2003 asumió la presidencia? ¿Puede ser cierto que los 40 millones de pobres pasaron de su condición de parias a constituir la clave de la solución económica, por la ampliación del mercado interno, el consumo y la democratización de la educación y el acceso a los bienes culturales? A estas preguntas los ultraconservadores solo desean que se responda con una explicación. Sería más o menos así: “Hubo una vez, hace mucho tiempo, que el país más grande de Sudamérica sufrió una anomalía. Por accidente llegó al gobierno una raza maldita que nunca debió atreverse a hacerlo. Algunos hasta imitaron las costumbres anteriores. Robaron para sí mismos o para comprar mayorías parlamentarias. Por suerte no bien se inició el cuarto mandato de cuatro años la crisis mundial arreció, el gobierno no dejó error político o económico sin cometer y una articulación de facciones importantes del Poder Judicial, grandes medios de comunicación, empresarios nacionales y bancos aprovechó la debilidad para golpear, por lo menos una vez por día”.
El cuento debería consignar que el 17 de marzo de 2016 los conservadores golpearon dos veces. En la Cámara de Diputados votaron la designación de los legisladores que comenzarán el proceso de juicio político a la presidenta por supuestas fallas en la administración presupuestaria. Y un juez llegó a suspender como jefe de la Casa Civil (una Jefatura de Gabinete argentina ampliada, porque incluye el control de los servicios de inteligencia) al tornero que había sido veces presidente y había terminado el segundo mandato con el 80 por ciento de popularidad. La suspensión ocurrió solo 40 minutos después del acto de asunción.
La integración de Lula al Ejecutivo no era simplemente un modo de quitarlo del circuito de vejámenes impuesto por el juez Sergio Moro. En Brasil los ministros no tienen fueros pero afrontan los problemas penales ante la Corte Suprema, que no es lulista pero se supone que tendría mejores modales que mandarlo a buscar con 200 policías para una declaración de madrugada. Sumar a Lula era, para Dilma, el reconocimiento de que sola no puede y, para el PT, jugar la última carta.
Si hay juicio político por cuestiones de presupuesto y Dilma es hallada responsable, renunciará ella y quedará su vice, su actual enemigo Michel Temer. Por eso Marina Silva, que salió tercera en las elecciones de 2014 y se ve a sí misma como la encarnación de la nueva política, quiere que avance la impugnación del Tribunal Superior Electoral sobre el uso de los fondos de campaña. Si hubiera juicio político por ese motivo saltarían Dilma y Temer. Entonces habría elecciones anticipadas en medio del descrédito del PT y de los dirigentes que se le oponen activamente. ¿Ganaría Marina? Es lo que cree y quiere Marina, la pupila brasileña de Jaime Durán Barba.
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