EL MUNDO › OPINION
› Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
En un día como hoy, el 31 de marzo de 1964, las tropas golpistas cercaron Río de Janeiro y se sublevaron movieron en Brasilia.
Al día siguiente completaron el golpe armado que instauró la dictadura cívico-militar que asoló al país de manera incesante a lo largo de largos 21 años. Un régimen de excepción que comenzó con dos mentiras: el golpe del primero de abril de 1964 se autoproclamó “revolución libertadora”, cuando no era más que un cuartelazo; y anticipó en un día su verdadera fecha porque, en Brasil, el primero de abril es el día de los santos inocentes, el día de los bobos. O, como decimos por aquí, el día de la mentira.
Hoy habrá, como en todos los últimos días de marzo, concentraciones en los clubs y centros que albergan militares retirados, en su mayoría sobrevivientes impunes de los tiempos de horror. Habrá discursos inflamados contra la corrupción, contra la amenaza comunista, contra la izquierda. También en eso dan muestras de coherencia: la corrupción ha sido uno de los justificativos para el golpe de 52 años atrás. Luego se vio un cambio drástico, es decir, la corrupción se generalizó: quedó bajo el estricto control de los generales y sus cómplices en la banca, en el empresariado, en los terratenientes, y esos cómplices contaban, sin excepción o casi, con el pleno y generoso respaldo de los grandes medios hegemónicos de comunicación.
Esas son las coincidentes repeticiones. Pero hoy, 31 de marzo, también habrá, por las calles brasileñas, movilizaciones en favor de la democracia otra vez amenazada.
Entre uno y otro 31 de marzo, mucha cosa cambió. Los militares cumplen sus obligaciones constitucionales, el parlamento –pese a ser integrado por la peor escoria de todo ese período democrático– no está maniatado por ningún otro poder que el de la inmoralidad y la falta de ética, no hay otra censura a la libertad de opinión que la ejercida con ferocidad por los medios hegemónicos de comunicación.
Entonces, ¿será justo y honesto hablar de golpe de Estado en el Brasil de hoy? Al fin y al cabo, si la misma Constitución ciudadana de 1988 prevé el instrumento del “impeachment”, o sea, la destitución, por la vía institucional, de un presidente electo por mayoría popular, ¿es justo y honesto asegurar que Dilma Rousseff es víctima de un golpe que está en plena marcha?
Sí, es justo. Lo que se vive en mi país es un golpe de Estado. Ya no encabezado por las Fuerzas Armadas, que para esa misión dejaron de ser necesarias: ahí están los sectores de la Policía Federal, además de ágiles brigadas del Batallón de Fiscales de la Justicia Arbitraria, por un juez de provincias cuya responsabilidad terminó en la frontera de su ego y de sus delirios de justiciero redentor.
Un operativo judicial, la “Operación Lavado Rápido”, que podría ser ejemplar en el combate a la corrupción –por primera vez en la historia, y eso gracias a una medida adoptada por el mismo Lula da Silva en sus tiempos de presidente–, se ha transformado en arma política.
Dice la Constitución brasileña que un presidente puede ser destituido siempre que se compruebe que haya cometido crímenes de responsabilidad. Bueno: ¿de qué crimen se la acusa a la presidenta Dilma Rousseff? El de haber aprobado gastos sin el debido lastro en el Tesoro. En otras palabras: haber recurrido a fondos de bancos públicos para cubrir compromisos, principalmente relacionados a programas sociales. ¿Por cuánto tiempo el Tesoro operó a descubierto? Tres, cinco, ocho días a lo sumo. ¿La medida causó pérdidas a los bancos públicos? No. ¿Es un caso inédito? No: desde la vuelta a la democracia, la misma maniobra fue ejecutada, en ese orden, por José Sarney, Fernando Collor de Melo, Itamar Franco, Fernando Henrique Cardoso, Lula da Silva. La costumbre también es utilizada por los gobernadores provinciales. Por lo tanto, además de no representar crimen de responsabilidad, no se trata de algo inédito.
¿Corrupción? Bueno, ese también es un motivo previsto en la Constitución para que un presidente sea destituido. Pero Dilma no está siquiera mencionada en ninguna causa. Mientras, el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, es reo en un juicio en la Corte Suprema.
¿Dilma Rousseff cometió errores del tamaño de un dromedario, que puso en riesgo todas las conquistas alcanzadas por Lula, y que ella logró mantener hasta la mitad de su primer mandato presidencial? Claro que sí. ¿Dilma ha sido incapaz de lograr una alianza política mínimamente confiable, mientras fue capaz de armar los peores ministerios de los últimos 35 años en Brasil? Sí, efectivamente. ¿La opinión pública, debidamente envenenada por los medios golpistas, la reprocha muy mayoritariamente? Sí, es verdad.
Pero que alguien me indique en qué punto de la Constitución esas son razones para destituir a una presidenta. Y que alguien me indique dónde los que ahora la tumban –los derrotados y resentidos, la peor excrecencia de la sórdida política– son dignos de una partícula de respeto.
El PMDB, que siempre ha sido ávido de prebendas y que se vende con la misma facilidad que traiciona, la abandona.
Pues nunca como ahora fue tan válida la imagen de las ratas que abandonan al barco.
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