Jue 14.04.2016

EL MUNDO  › OPINIóN

Rumbo a la hora decisiva

› Por Eric Nepomuceno

Desde Río de Janeiro

Ayer se reconfirmó que cualquier previsión relacionada al futuro de la mandataria brasileña Dilma Rousseff puede perder su sentido rápidamente, tal es la volatilidad del ambiente político. Resulta muy difícil establecer tácticas de emergencia, y las estrategias de ambos bandos se revelaron, hasta ahora, insuficientes para definir, con antecedencia, los resultados buscados. Siquiera Lula da Silva, negociador extremamente hábil, logró conquistar terreno mínimamente seguro.

Las declaraciones de abandono del barco se suceden en alta velocidad, y con eso aumenta el pesimismo entre los que defienden al gobierno y el optimismo entre los que trabajan por el golpe institucional.

Luego de la derrota sufrida el pasado lunes, cuando, por 38 votos a favor y 27 contra, la Comisión Especial de la Cámara de Diputados recomendó que se apruebe la destitución de la presidenta, gobierno y oposición trataron de trazar los pasos siguientes. El resultado, aunque esperado, dejó un sabor amargo al oficialismo, que esperaba una distancia menor. Al mismo tiempo, aceleró los ímpetus de deslealtad y traición entre los partidos supuestamente aliados.

El vicepresidente Michel Temer abandonó de una vez los últimos resquicios de discreción, y pasó a conspirar alegremente, con la desenvoltura de quien se siente al comando de algo. No se da cuenta de que no es más que un muñeco en manos de los que verdaderamente manejan el golpe y que tendrán el poder, en caso de victoria. No es más que un fantoche engominado que trata de mostrarse sobrio.

Temer, que siempre fue un político de segunda línea, de modestísimas votaciones para la Cámara Federal, se venga del destino, tratando ahora de lucirse como algo que jamás fue, es decir, un Cacique en una agrupación dominada por Caciques. Parece no darse cuenta de que, pase lo que pase, cargará para siempre el sello de “traidor” estampado en la frente. Y que, si se logra que Dilma sea destituida, volverá a su impotente mediocridad.

Los negociadores de ambos lados siguen presionando a los parlamentarios considerados “indecisos”. Ofrecen, como moneda de cambio, puestos y cargos. Nadie confía en nadie, ni quien ofrece ni quien se compromete.

Todos actúan en un terreno que ya no es solamente movedizo, que cambia cada dos o tres días: es algo más alucinante. Son momentos frenéticos, con un escenario turbulento que puede a cambiar dos o tres veces en un solo día y en direcciones opuestas.

Las deserciones se hacen en cascada, y lo que los mediadores del gobierno (Lula a la cabeza) tratan de hacer es recoger los restos, o sea, los diputados dispuestos a traicionar a los traidores y votar contra el golpe. Las peculiaridades insólitas de la política brasileña atropellan cualquier lógica: lo decidido por los dirigentes no es algo tan sólido como aparenta. A cambio de algún puestito o un carguito mínimamente relevante, algunos o muchos parlamentarios pueden muy bien votar en apoyo a la mandataria. Y es precisamente sobre esos supuestos “independientes” que los negociadores de Dilma Rousseff se lanzan con manos ávidas.

La verdad es que, a estas alturas del temporal, nadie puede prever nada, ni los que preconizan el golpe institucional, ni el gobierno.

El bucanero que preside la Cámara y defiende histéricamente el golpe, Eduardo Cunha, determinó que la votación decisiva empiece a las dos de la tarde del domingo. Eligió el domingo porque pretende llenar las calles del país por los que defienden el golpe. Parece haber olvidado que en la vereda de enfrente estarán otros tantos miles que defienden, más que al gobierno, a la democracia y a la voz de las urnas de 2014.

La Globo, golpista por deformación genética, transmitirá la votación en directo. Con eso, por primera vez no habrá fútbol en un domingo brasileño (la única excepción ocurre cuando hay elecciones): cualquier arma sirve para presionar a los diputados a votar la destitución de Rousseff.

Para los golpistas, los 54 millones y medio de votos obtenidos en 2014 valen menos que el deseo de alcanzar el poder que les fue negado por las urnas electorales.

El horizonte está indefinido. Y si no hay consenso ni en una dirección ni en otra, queda claro que, gane quien gane, será muy difícil alcanzar niveles mínimos de gobernabilidad para sacar el país de la profunda crisis en que se encuentra, con la peor recesión en más de medio siglo, con proyecciones alarmantes para la economía y con el Congreso paralizado.

El plazo para que todo se defina podrá llegar a seis meses. Hundido como está, ¿el país aguantará?

Dilma Rousseff vive un dilema. Si logra mantenerse en el puesto, tendrá que cumplir rigurosamente los acuerdos y un plan de gobierno que no son suyos, sino de quien fue su creador y ahora es su última esperanza de salvación: Lula da Silva. Si cae, desaparece en la polvareda de la historia.

En ese escenario inquietante pocos brasileños lograrán, de hoy al domingo, cuando se dará el epílogo de esta primera fase del golpe institucional, conciliar el sueño bajo las noches tropicales de este rincón de América.

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