Vie 19.03.2004

EL MUNDO

Pasaje de ida y vuelta a la barbarie

Robert Fisk estaba en Bagdad cuando el tirano gobernaba en pleno y cuando las primeras bombas cayeron el 19 de marzo del 2003.
Hoy, en el aniversario de la guerra, regresa a esta tierra de caos donde la liberación es un mito.

Por Robert Fisk *
Desde Bagdad

Muertos de miedo, la semana pasada los empleados iraquíes sobrevivientes de la ONU cambiaron las patentes de sus autos blancos. A partir de ahora, no habrá ningún cartel que diga “UN” (“United Nations”) al lado del número de patente. Cuando visité la sede central de la sociedad de la Media Luna Roja musulmana para hablar con el único representante de la Cruz Roja, el hombre en el escritorio señaló mi tarjeta personal y me miró a los ojos con un miedo evidente. Como si un inglés pudiera ser un potencial terrorista suicida.
De noche, en mi destartalado hotel, escucho los disparos y temo el ataque que muchos de mis invitados han estado prediciendo por semanas. ¿Llegará a la hora del almuerzo, cuando los mercenarios sudafricanos y británicos vuelvan de sus “operaciones de seguridad”, armados hasta los dientes con sus automáticas Heckler y Koch, sus pistolas plateadas y sus camperas negras, listos para tomar cerveza y vino tinto francés barato? ¿O a las seis de la mañana, justo después de los rezos del fajr, con sus almas islámicas bien limpias para inmolarse entre los infieles y los cruzados? Cuento los minutos entre las seis y las ocho de la mañana, las horas en que atacan con más frecuencia. Ya perdí la cuenta del número de veces que las ventanas de mi cuarto se sacudieron durante el desayuno.
Cuando Haidar y Mohamed llegan para llevarme a Mosul o Basora o Najaf, me siento aliviado. Camino al sur, todos usamos pañuelos kuffiah alrededor de nuestras cabezas, dos iraquíes y un inglés disfrazados de jefes tribales recios para evitar a los atacantes en la Ruta 8. La semana pasada manejábamos con la primera luz del día –ah, el alivio de estar lejos del hotel a esa hora de la mañana– cuando el enviado presidencial norteamericano para Irak, Paul Bremer, llegó a la radio del auto. Nos acercábamos al lugar donde dos civiles estadounidenses que trabajaban para la ocupación fueron asesinados a balazos por hombres con uniformes de la policía iraquí. La radio empezó a crepitar.
Un año atrás, no había ningún problema en la Ruta 8. El monstruoso Saddam se había ocupado de eso. Si desde la Guerra del Golfo, en el ‘91, los ladrones estuvieron saqueando y violando en el norte de Basora, Bagdad era la tierra del orden y la ley. Allí, los saqueos y violaciones eran perpetrados por el gobierno, no la gente. Ahora es al revés. Todavía tengo un souvenir de mi último vuelo a Bagdad antes de la guerra: la etiqueta de mi equipaje del último avión real jordano que aterrizó en Irak antes de la invasión, el último en tocar suelo iraquí durante la dictadura. “Aeropuerto Internacional Saddam Hussein”, dice. Como siempre, los pasajeros fuimos asaltados en la terminal. Diez dólares para inmigración, 20 para el hombre que revisó mi computadora, 40 para el que aceptó el papel del hombre que se había llevado los 20 dólares, y otros 20 para los soldados de la entrada.
Afuera llovía y nuestros neumáticos chirriaban en la ruta, pero Bagdad estaba iluminada como un árbol de Navidad. Las mezquitas estaban llenas de luz, los autos de la policía iraquí se adormecían bajo las palmeras, el follaje de olor dulzón bajo los faroles de la calle. ¿No sabían?, me pregunté una y otra vez. ¿No sabían qué era lo que se avecinaba? Me acuerdo de la última noche antes de la guerra. Había ido a comprar papel higiénico y apósitos y observé a un soldado en uniforme que llevaba a su hijito en sus hombros. La última licencia, pensé. ¿Los soldados iraquíes escribían poemas como Sassoon y Owen? ¿O sólo leían las novelas infantiles de Saddam, mientras iban al frente? En la farmacia, le hice un chiste al farmacéutico: le dije que me estaba vendiendo apósitos cuando era probable que en pocas horas la Fuerza Aérea Real lo bombardeara. “Sí”, dijo. “Prefiero pensar que lo van a hacer.” En esa época todos teníamos nuestros “guardianes”, los hombres de Saddam en el viejo y corrupto Ministerio de Información, cuyo trabajo era mantenernos lejos de la pecaminosa política y cerca de las escleróticas manifestaciones antiestadounidenses de las calles y las interminables conferencias de prensa de los ministros jóvenes. Pero después de un rato, una vez que sus propios jefes hubieran sido sobornados, también les pagábamos a los guardianes. Les comprábamos su lealtad para que nos llevaran adonde quisiéramos, incluso hasta la médula de la coraza estadounidense, mientras los muertos del ejército iraquí rebotaban en la parte de atrás de las camionetas.
Las primeras bombas cayeron a miles de kilómetros de Bagdad, unos destellos naranjas que cruzaron el horizonte. Al día siguiente vinieron por Bagdad, y los misiles Crucero silbaron sobre nuestras cabezas para explotar cerca del palacio presidencial, el mismo lugar donde Paul Bremer, el supuesto experto norteamericano en terrorismo, ahora trabaja y se esconde como el procónsul de la ocupación anglonorteamericana.
Mientras la 101ª División de Infantería norteamericana se acercaba a Bagdad, una de las últimas ediciones de los diarios del partido Baas llevaba una pequeña foto en su última página. Un Saddam en uniforme, gordo y cansado aparecía parado en el centro. A la izquierda estaba su hijo Qusay, de traje y corbata y a la derecha Uday, con sus ojos dilatados y la camisa fuera del pantalón y una pistola que asomaba por encima del cinturón. El hijo amado que se va a drogar y a sembrar descendencia. ¿Quién pelearía contra la muerte de estos tres pilares del mundo árabe? A pesar de todo, Saddam pensaba que podía ganar. Ese destino –un peligroso aliado de todos los “hombres fuertes”– podría, de alguna forma, derribar a los norteamericanos. Siempre era fascinante escuchar a Mohamed Al Sahaf, el ministro de Información, cuando predecía la ruina de Estados Unidos. No sólo los patriotas iraquíes iban a destruir a los grandes ejércitos invasores: el calor los quemaría, el desierto los consumiría, las víboras y los perros rabiosos se comerían sus cuerpos. Desde los tiempos del califato, nunca antes se habían echado esas maldiciones sobre un invasor. ¿No fue Tarik Aziz el que advirtió a Washington en 1990 que 18 millones de iraquíes no podrían ser derrotados por una computadora? Y luego ganó la computadora. El presidente Bush y el primer ministro Blair tuvieron una seguidilla de sueños y pesadillas, animados por los norteamericanos proisraelíes de la derecha y el neoconservadurismo, los mismos que hicieron tanto por esta catástrofe y los que –ahora que todo se derrumba en pedazos– ahora trabajan tanto para minimizar la importancia ideológica de preguerra. Para ellos, Saddam era el todopoderoso, el terrorista de Estado cuyas ADM que nunca existieron y cuyas conexiones con los atacantes del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, que tampoco existieron, debía ser abatido.
Los estadounidenses desecharon todas las críticas. Eran ataques cobardes que sólo mostraban la desesperación del régimen, se les dijo a los periodistas. Pero aquellos tres iraquíes no estaban trabajando para el régimen. Hasta los baasistas se vieron obligados a admitir que esos ataques eran instigados solamente y únicamente por el soldado y las dos mujeres mismas. ¿Que quería decir esto? Por supuesto no nos detuvimos a preguntar. Luego se creó un nuevo mito. El ejército iraquí se había desvanecido, había abandonado Bagdad, se había cambiado con jeans y remeras y huido cobardemente. Bagdad no era Stalingrado. Sin embargo, eso iba a cambiar, peligrosamente, la narrativa de los últimos días de Bagdad. Hubo una terrible batalla en la autopista 1 en la ribera occidental del Tigris, donde las guerrillas de Saddam lucharon contra una columna de tanques estadounidenses durante 36 horas. Los tanques de Estados Unidos esparciendo metralla en una autopista hasta que cada vehículo, militar y civil, era un despojo incendiado. Caminé por la autopista mientras se disparaban los últimos tiros por los francotiradores, espiando los automóviles atestados con cuerpos chamuscados de hombres, mujeres y niños. Se habían tirado frazadas y alfombras sobre varias pilas de muertos. En la parte de atrás de un automóvil yacía una joven mujer desnuda, sus rasgos perfectos ennegrecidos por el fuego. Su marido o padre todavía sentado al volante, sus piernas amputadas bajo las rodillas. Por supuesto, los militares iraquíes se habían mezclado con los civiles, así que, al final, los norteamericanos les dispararon a todos. Fue una masacre. ¿Pensamos que los iraquíes lo iban a olvidar? ¿Qué es lo que más recordamos de esas semanas terribles que ocurrieron hace un año? En guerra, todo el día intentás mantenerte vivo y toda la noche te mantenés despierto por el ruido de los truenos y las explosiones de los aviones y las bombas que no te permiten dormir. Y después te tenés que mantener despierto y vivo durante todo el día siguiente. ¿Es realmente sorprendente que llegue un momento –cuando un hombre te muestra lo que pensás que es medio pan y resulta ser medio bebé– que el enojo sea la única integridad que queda? Las bombas de racimo son una creación nuestra. Y recuerdo con asombro cómo, en medio de disparos norteamericanos en el Tigris, de alguna manera logré llegar a la sala de emergencia del hospital más grande de Bagdad y tuve que chapotear por ríos de sangre entre las camas de hombres que estaban a los gritos, uno de los cuales estaba prendido fuego, otro pidiendo por su madre. Arriba, un hombre sobre una camilla empapada con una herida en la cabeza que era casi indescriptible. De su ojo derecho colgaba un pañuelo ensangrentado y la sangre chorreaba al piso.
Por días, en la ciudad, habíamos visto los videos de los noticieros de Basora y Nasiriya después de la “liberación”. Habíamos visto los saqueos, vigilados de forma benigna por los británicos y los norteamericanos. Sabíamos lo que ocurriría en Bagdad cuando se detuvieran las luchas. Tal cual, un ejército medieval de saqueadores siguió a los norteamericanos hacia la ciudad, incendiando oficinas, bancos, archivos, museos, bibliotecas coránicas, destruyendo no solamente la estructura del gobierno, sino también la identidad de Irak. Los saqueadores estaban desorganizados pero eran detallistas, sobornables pero pobres. Los saqueadores vinieron en micros con blancos que obviamente eran arreglados con anterioridad, pero no tocaron los contenidos de lo que habían destruido. Eran pagados.
¿Por quiénes? Si Saddam les pagaba, entonces –una vez que los norteamericanos estaban en Bagdad– ¿por qué no guardar la plata e irse a casa? Por supuesto, encontramos las tumbas masivas, producto de las matanzas de los años de Saddam de vicio interno, durante muchos de los cuales tuvo como aliado a los poderes occidentales, y fotografiamos los miles de cadáveres, la mayoría de los cuales habían sido enterrados en la arena del desierto después de que Occidente no apoyara los levantamientos de los kurdos y los chiítas. La “liberación” llegó, un poco tarde, según nos decían sus familiares enlutados. Alrededor de 20 años tarde, para ser más exactos. A este caos y anomia llegamos. La oposición no sería tolerada por los victoriosos. Cuando señalé en este diario que los “liberadores” eran “una todopoderosa fuerza de ocupación nueva y lejana cuya cultura ni lengua ni religión ni raza los unía con Irak”, fui denunciado por uno de los conductores de la BBC. Vean cómo las gente nos ama, dijeron los occidentales, de forma muy semejante a lo que solía decir Saddam cuando llevaba a sus acompañantes aduladores a visitar a la gente de Bagdad. Habría elecciones, constituciones, consejos gobernantes, dinero... no había fin a las promesas que se le hicieron a esta sociedad tribal llamada Irak. Después llegaron los grandes contratistas norteamericanos y los miles de mercenarios, británicos, norteamericanos, sudafricanos, chilenos –estos últimos, muchos fueron soldados bajo Pinochet–, nepaleses y filipinos.
Y cuando comenzó la guerra inevitable contra los ocupantes, nosotros –las fuerzas de ocupación y, lamentablemente, la mayoría de los periodistas–, inventaron una nueva narrativa para escapar al castigo de nuestra invasión. Nuestros enemigos eran los intransigentes de Saddam, remanentes baasistas, creyentes sin salida en el régimen. Entonces, las fuerzas de ocupación mataron a Uday y a Qusay, y encontraron a Saddam en su agujero y la resistencia se hizo más feroz. Entonces nuestros enemigos eran ahora “remanentes” y “combatientes extranjeros” –Al-Qaida– ya que iraquíes comunes no podían estar con la resistencia. Teníamos que creer esto, ya que si los iraquíes se habían unido a las guerrillas, ¿de qué manera podíamos explicar que no amaban a sus “liberadores”? Al principio, se los alentó a los periodistas para que explicaran que la insurgencia provenía solamente de algunas ciudades sunnitas, “previamente leales a Saddam”. Luego, la resistencia supuestamente se había confinado al “triángulo sunnita” de Irak, pero cuando los ataques se lanzaron al norte y al sur a Nasiriya, Kerbala, Mosul y Kirkuk se convirtió en un octógono. Una vez más se les habló a los periodistas de “combatientes extranjeros” –una incapacidad para comprender el hecho de que 120.000 de los combatientes extranjeros en Irak utilizaban uniformes norteamericanos.
Sin embargo, no había fin a la mentira del “éxito” de la ocupación. Es cierto, las escuelas se reconstruyeron –y, saqueados por segunda vez, los iraquíes involucrados deberían estar avergonzados– y los hospitales fueron restaurados y los estudiantes volvieron a la universidad. Pero los números del petróleo fueron exagerados y tergiversados y se inventaron ataques contra los americanos. Al principio, el poder ocupante solamente hacía público ataques guerrilleros en los que soldados habían sido heridos o habían muerto. Después, cuando fueron por lo menos 60 asaltos todas las noches, se les ordenó a las tropas mismas que no realicen informes formales sobre las bombas o ataques que no habían causado bajas. Pero, para el primer aniversario de la guerra, cualquier extranjero era un blanco.
Mientras tanto, surgió el kamikaze. Las embajadas turcas, jordanas, las Naciones Unidas, las comisarías de todo el país –al menos 600 nuevos policías iraquíes muertos en menos de cuatro meses– y después los grandes santuarios de Najaf y Kerbala. Los norteamericanos y los británicos alertaron sobre los peligros de la guerra civil –y también lo hicieron los periodistas, por supuesto–, aunque jamás se escuchó a ningún iraquí hablar de una demanda de conflicto con sus conciudadanos. ¿Quién realmente quería esta “guerra civil”? ¿Por qué querrían los sunnitas, una minoría en el país, permitir a Al-Qaida esto cuando no podían derrotar a la fuerza ocupante sin apoyo, aunque sea pasivo, de los chiítas. Mientras escribía este informe, sonó el teléfono y una voz me preguntó si podía bajar a ver a un hombre, un iraquí de mediana edad y profesor en la Universidad de Cardiff, quien recientemente había vuelto a Irak sólo para darse cuenta del estado de temor y dolor en el que hoy vivía su país. Su madre, dijo, había logrado juntar un millón de dinares iraquíes para pagar el rescate para una mujer cuya hija y nuera habían sido secuestradas por hombres armados en Bagdad en enero. Las dos chicas habían llamado desde Yemen donde habían sido vendidas como esclavas. A otro vecino le habían devuelto a su hijo de 17 años después de pagar $ 5000 a hombres armados en la zona de Karada de Bagdad. Hace dos días (estoy escribiendo este artículo un viernes) otro niño fue secuestrado, esta vez en Mansour, y ahora están pidiendo $ 200.000 por su vida. Un familiar cercano de mi visitante –y recuerden que ésta es solamente la experiencia de una sola persona en una población de 26 millones de iraquíes– recientemente había sobrevivido a un ataque sangriento sobre su auto en las afueras de Kerbala. Yendo hacia el sur, después de ganar un contrato para regentear un estacionamiento en la ciudad, él y sus 11 compañeros en su vehículo AKEA fueron atacados por hombres armados. Un hombre murió –tenía 30 balas en su cuerpo– y el familiar, bañado en la sangre de sus amigos, fue el único que salió ileso.
No es sorprendente que las autoridades de la ocupación se nieguen a llevar estadísticas de la cantidad de iraquíes que murieron desde la “liberación” –o, lo que es lo mismo, durante la invasión– y prefieran hablar del “traspaso de la soberanía” de un grupo de iraquíes designado por los norteamericanos a otro, y a la constitución que solamente estemporaria y bien podría caerse a pedazos antes de que se mantengan elecciones reales, si es que se mantienen, el año que viene. Si hubiésemos podido prever todo esto, si hubiésemos sido pacientes y hubiésemos esperado que los inspectores de armas de la ONU terminaran su trabajo en vez de ir a la guerra para después pedir paciencia, cuando nuestros propios inspectores no pudieron encontrar esas tan temibles armas, ¿habríamos ido a la guerra de forma tan despreocupada hace un año? Esa guerra no ha terminado. No ha habido “fin de las operaciones de un combate mayor”, solamente una invasión y una ocupación que se ha fusionado en una larga y feroz guerra de liberación contra los “liberadores”. Así como los británicos invadieron Irak en 1917, manifestando su determinación de llevarles a los iraquíes la liberación de sus déspotas –el general Maude utilizó esas mismas palabras– hoy hemos repetido la triste narrativa. Los cuerpos de los británicos que murieron en la consiguiente guerra iraquí de resistencia hoy yacen en el cementerio North Gate en las afueras de Bagdad, un símbolo persistente aunque olvidado de la locura de nuestra ocupación.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Milagros Belgrano, Celita Doyhambéhère, Ximena Federman

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