EL MUNDO
› CHAEL LAPSLEY, PASTOR Y ESPECIALISTA EN SECUELAS DE LA TORTURA
Una clínica de las víctimas
El mismo sufrió un atentado que lo mutiló brutalmente, durante la violenta fase final del apartheid en Sudáfrica. Hace cinco años, fundó un instituto para ayudar a las millares de víctimas de la tortura en su país a tratar de sanar las secuelas del dolor y sobre todo a contener el odio “al que tienen derecho, pero que los devora.”
› Por Sergio Kiernan
Es simplemente impresionante hablar con Michael Lapsley. Es un hombre que tiene todo el derecho del mundo a ser un catálogo ambulante de amarguras y rencores. Y es, sin embargo, una de esas personas que irradian fuerza, de sonrisa fácil, de una perfecta presencia sin dobleces: Lapsley acepta las cosas como son y de buen talante. No sería poco para cualquiera, pero él es un hombre cruelmente mutilado, al que le faltan las manos, perdió la vista de un ojo y tiene muchas cicatrices en el cuerpo. En 1990, en los últimos estertores del apartheid sudafricano, Lapsley recibió una carta bomba. Nunca se supo cuál de los escuadrones de la muerte se la envió, qué militar de larga memoria o agente de inteligencia rencoroso. Su crimen era ser el capellán de los combatientes del ANC de Nelson Mandela, ser un militante antirracista y ser blanco.
Lapsley es ministro anglicano y nació en Nueva Zelandia en 1949. “A los 13 años leí un libro sobre la crueldad del régimen racista,” cuenta en su hotel porteño, después de su conferencia en el ciclo sobre derechos humanos y transición que organizó esta semana la embajada sudafricana para festejar los 10 años de democracia del país. “Era un libro sobre cómo habían exiliado comunidades enteras para ‘limpiar’ áreas del país. Nunca creí que mi vida iba a terminar tan íntimamente ligada a Sudáfrica y su historia.” Lapsley se ordenó sacerdote en Australia y al poco tiempo fue enviado a Johannesburgo.
El joven sacerdote no tardó mucho en quedar “íntimamente ligado” a su nuevo país. “En poco años, me di cuenta de que tenía que transformar a Sudáfrica en mi casa, o irme a casa,” explica. “Me quedé, porque quería tener el derecho de participar en la lucha. Una de las pocas cosas en las que alguna vez estuve de acuerdo con los racistas del régimen es en rechazar a todos los que venían al país, protestaban y después se iban. Yo me iba a quedar también cuando las cosas se pusieran duras.”
Lapsley fue declarado persona non grata por el gobierno y expulsado del país. Se refugió en Leso-
tho, una de las repúblicas inventadas por el régimen y nominalmente independientes, donde se unió al ANC del por entonces encarcelado Mandela. “Fue entonces que les dije que me hacía ciudadano sudafricano,” explica, “no a través del gobierno racista sino a través de la organización que representa al pueblo en su lucha.” El flamante ciudadano pasó luego a Zimbabwe, base de la lucha contra el apartheid, y se transformó en activista, consejero y capellán.
Para 1990, con Mandela liberado y el régimen negociando la salida, muchos cometieron el error de pensar que todo había terminado. “Y tuvimos miles de muertos,” dice Lapsley. “El régimen dialogaba de día y mataba de noche. No sé si buscaba debilitarnos o asustarnos, o si eran facciones disidentes que querían hundir las charlas y seguir la guerra. Y no sé quién me mandó esa bomba, esperé años que alguien confesara en la Comisión de amnistías, pero nadie lo hizo.”
Lo que sí sabe Lapsley es por qué hubo tantos intentos contra su vida y por qué le mandaron ese paquete diseñado para mutilar. “Mi teología era un peligro para ellos,” explica. “Yo los exponía como mentirosos, como falsos cristianos, como gente que mentía al decir que su lucha era por el cristianismo contra el ateísmo. El apartheid es una elección por la muerte que dice que actúa en nombre de la religión de la vida.”
Lapsley se mostró especialmente interesado por visitar la Argentina, un país que sirvió de caso testigo a los sudafricanos por los Juicios a las Juntas. Hay que entender el contexto: el régimen racista duró medio siglo y dejó centenares de miles de víctimas. Manejar esa herencia fue una tarea que llevó por todo el mundo a sudafricanos en busca de modelos y trajo varias delegaciones a estudiar las causas por la Verdad argentinas. Lo que Sudáfrica terminó haciendo fue crear una Comisión que permitió a cientosde víctimas contar su historia en público y a muchos perpetradores confesar también públicamente a cambio de una amnistía. “Hay que entender que nuestros militares exigieron una amnistía completa o seguían la guerra,” explica Lapsley, consciente del camino tan diferente que se siguió aquí. “Y hablamos de un ejército muy poderoso, hasta con armas nucleares, que enfrentaba a un pueblo con gran voluntad de luchar. Por eso, había un enorme potencial para una matanza masiva. Pero no les dimos todo lo que querían: ellos querían un perdón general y sin preguntas, lo que obtuvieron fueron perdones individuales sólo si confesaban. Y ya se están presentando cargos contra personas concretas.”
La originalidad del trabajo de Lapsley pasa por otro aspecto de la herencia que dejaron esas décadas de represión. Hace cinco años, fundó el Instituto para la Cura de la Memoria, un ámbito que busca cómo ayudar a los innumerables sudafricanos torturados, humillados, violados, mutilados o quebrados por los asesinatos impunes de padres, hijos y amores. “La historia política y social de nuestro país afectó a la gente psicológicamente,” relata Lapsley. “A mucha gente le quedó como herencia del racismo un real derecho a odiar, a vivir lleno de odio. Pero el odio envenena, uno odia y termina actuando violentamente. Una consecuencia de tantos años de odio es la enorme incidencia de violencia doméstica, las violaciones, las mujeres golpeadas, los chicos maltratados. Lo que nosotros buscamos es ayudar a la gente a escupir el veneno.”
Lapsley admite que su mutilación fue una inspiración para el Instituto. “Mi caso fue famoso y yo recibí todo tipo de apoyo, muestras de afecto, solidaridad de lugares lejanos, plegarias de gente que no conocía, un enorme cariño. Eso me ayudó a no estar amargado, a no buscar venganza, a no quedarme con esa violencia adentro. Y me puso a pensar, ¿qué pasa con las otras víctimas, las anónimas?” El pastor comenzó a trabajar con las víctimas como capellán del Centro de Traumas para las Víctimas de la Violencia y la Tortura, y luego fundó su Instituto.
“¿Qué hacemos? Escuchamos. Escuchamos profundamente. Las víctimas siempre creen que fueron los únicos, que lo que les pasó es intransferible y nadie lo va a entender. Pero cuando la gente logra contar algo, se está hablando a sí misma tanto como le está hablando a otros. Se escuchan a sí mismos decirlo, se lo sacan de adentro. Lo que hacemos en el Instituto es crear un ámbito seguro, contenido, donde la gente pueda hablar, ser escuchada, escuchar, escucharse. Trabajamos con militantes del movimiento de liberación, víctimas de la tortura, civiles maltratados, deudos de personas asesinadas o desaparecidas. Tenemos un staff de voluntarios que llamamos ‘facilitadores’, que son blancos, negros y de color.”
“Nosotros no curamos, no podemos curar. La mayoría de los sudafricanos tiene heridas, asignaturas pendientes, pero no es patológica. Cuando vemos gente que tiene serios problemas psicológicos, buscamos ayuda profesional. Pero nuestra real tarea es ayudar a que la gente encuentre su camino de curación individual.”
“Le cuento un caso: un día, en un grupo nuevo, me llamó la atención una mujer por la extrordinaria fealdad de su cara. Su rostro estaba como contorsionado, torcido. Le habían matado a una hija 13 años antes, pero ella lo contaba como si hubiera sido ayer. Le costaba mucho hablar de eso, estaba llena de odio y ganas de vengarse. Un día, pudo hablar realmente y sobre todo contar cómo había sido su vida en los años desde el asesinato de su hija. Y un compañero del grupo le dijo que ella ya no era ella, que era la madre de una víctima. Y le pidió que dejara de serlo. Yo la volví a ver un tiempo después, y pasé de largo porque no la reconocía: le había cambiado la cara, ya no tenía el rictus. Había empezado a encontrar cómo curarse.”
“Otro caso que recuerdo es el de una mujer a la que su propia organización política había torturado. Vino a vernos porque maltrataba a su hija, le pegaba. Enseguida vimos que ella se ocupaba en mantener vivo su odio, de nutrirlo para no perderlo. Estaba llena de odio, y como ya le dije, tenía derecho a odiar, que es lo peor de todo. Costó mucho, y llegó casi a un nivel de confrontación con los facilitadores, hasta que se enfrentó a la pregunta de qué hacía en el grupo y ella misma lo dijo: ‘porque para mi hija yo soy una perpetradora, soy la que le pega.’ Ese día se dio cuenta de que ella era una víctima, pero no nada más que una víctima.”
La tarea de Lapsley y su equipo se está difundiendo en otros lugares de Sudáfrica, en sociedad con grupos diversos, con organizaciones sociales y religiosas. Han ganado experiencia hasta en tratar a ex soldados que cometieron actos de brutalidad durante el servicio militar, en las guerras del apartheid contra sus vecinos.
–¿Qué es lo más difícil en su trabajo?
–Hacerles entender a los blancos que ellos también fueron afectados. Los negros tienen mucha más conciencia, pero la mayoría de los blancos siguen pensando que la cosa no fue con ellos, que no los tocó.