Mié 24.03.2004

EL MUNDO

Cómo se vive el (des)control de mano de los soldados de Bush

En un hotel en Bagdad, el cronista intenta escenificar lo “fuera de lugar” de la presencia de los soldados de la fuerza ocupante en Irak. Pone en primer plano la irracionalidad de Estados Unidos y sus socios en su “guerra contra el terrorismo”.

Por Robert Fisk *
Desde Bagdad

Estaba parado en mi balcón en la oscuridad, fumando un buen habano, acababa de enviar mi reportaje del día a Leyla de la mesa de noticias del exterior de este diario, cuando por primera vez vi a los soldados de la 1ª División Blindada caminando afuera. Los muchachos de la retaguardia caminaban hacia atrás, dos oficiales en el centro, todos dirigiéndose hacia la entrada del hotel. Para cuando llegué abajo, Mohamed, el amigable recepcionista, estaba soportando la ira del ejército de la ocupación de Irak.
“Muéstreme el registro del hotel, señor por favor,” decía el oficial.
“Está en el otro edificio”, respondió inocentemente Mohamed.
“No juegue conmigo señor,” dijo el soldado. “Quiero el registro del hotel.”
Muchas veces me pregunté por qué los soldados estadounidenses hacen este tipo de cosas, insultan a un tipo y luego añaden “señor”, para poder decir que han sido educados. Mohamed no está jugando, dije. El registro se guarda siempre en otra parte del hotel.
El oficial, su nombre era Scheetz, se volvió hacia Mohamed.
“¿Quién está en la habitación 106?”
Mohamed me miró. Yo miré a Scheetz. La habitación 106 es la suite del hotel ocupada por The Independent. Le di mi tarjeta a Scheetz. Qué diablos quería, pregunté. Otro soldado se volvió hacia mí.
“Supongo que no queremos más explosiones en hoteles”, dijo. Por supuesto. También lo decimos todos nosotros. Pero ¿qué tiene que ver la habitación 106 con eso?
“Seguridad”, dijo otro estadounidense. Que, por supuesto, es la excusa para cualquier ataque, cualquier operación militar, cualquier búsqueda de cuerpos, cualquier decisión tomada por cualquiera, hasta el presidente Bush, cuando deciden no explicar su conducta.
Subí a mi habitación. Había más soldados estadounidenses afuera y tres paramilitares iraquíes del llamado Cuerpo de Defensa Civil Iraquí. El soldado que estaba más cerca de la puerta parecía tan confundido como yo, un joven inteligente y amistoso llamado Matt Meyers que hacía un año que estaba en Irak, le encantaba ser soldado, estaba preparado para quedarse más y pensaba votar por –no respiren– George W. Bush en noviembre. Es el primer soldado estadounidense con quien me cruzo que quiere votar por el hombre que lo envió a este infierno. Viene de Seattle. Quizá sea por eso.
El ágil cerebro de Meyers estaba absorbiendo el árabe como una esponja, hasta tenía un acento iraquí y, algo que desconcertaba, llamaba por sus sobrenombres a sus colegas paramilitares iraquíes. Un hombre grande, fortachón era dubkbir “Gran oso”, pero el paramilitar no sonrió cuando le dijo de ir abajo. La 1ª Blindada había creado un logo especial para el “Cuerpo de Defensa Civil Iraquí”, las letras “CDCI” en letras góticas con la mitad de una SS en el medio. No me animé a preguntar por el simbolismo de esto. La misma unidad estadounidense también incorpora una calavera con sus varios símbolos, aunque esto es una referencia a la destrucción de una unidad de la SS por la 1ª División Blindada en Normandía en 1944.
Más soldados entraron al hotel. Tres hombres occidentales de civil con escudos de la Autoridad Provisional de la Coalición subieron las escaleras corriendo, uno de ellos con una bandera sudafricana en su manga. Meyers no quería venir a mi cuarto. A Scheetz le dijeron que The Independent había estado ahí durante un año, que yo era el corresponsal en jefe y que no estábamos planeando hacer explotar ningún hotel en Bagdad, por lo menos no el nuestro. Me ofrecí a darle a Meyers una copia de mi libro sobre la guerra del Líbano y me dio su dirección en Alemania para que yo se lo pudiera mandar cuando se fuera a su casa, muy a desgano, sin duda, en mayo.
Y eso debería haber sido todo. Scheetz se fue a revisar la habitación 106 en el segundo edificio del hotel, es una oficina vacía, y yo comencé a hablar con el personal del hotel. Tengo una política firme frente a estos iraquíes, sunnitas, chiítas y cristianos: nunca aparecer confraternizando con el poder de ocupación. Es más fuerte que yo. Ahí fue cuando llegó un mozo con una bandeja cubierta con una servilleta blanca y sobre ella, una lata de cerveza Amstel. “Es una atención de Scheetz”, dijo. ¡Ay, mi Dios! Los iraquíes miraron en silencio. El mozo me miró impotente y se alzó de hombros. Por qué era esto, se preguntaban los iraquíes. Yo también. Mohamed, el recepcionista al que le habían dicho que no jugara, me miraba como el halcón proverbial. Le dije al mozo que se llevara la cerveza y lo hizo.
De manera que me quedé con un par de preguntas. ¿Que idiota mandó a estos jóvenes estadounidenses a las peligrosas calles de noche en Bagdad para revisar un registro que podía ser examinado tranquilamente por cualquier visitante discreto durante el día y exigir la identidad de un huésped que se ha estado quedando esporádicamente en el hotel durante el último año? Segundo, y mucho más serio, si yo podía enojarme cuando Mohamed fue insultado por los estadounidenses, ¿qué podían pensar los iraquíes? Otra hebra minúscula, supongo, en la tapicería llamada la Guerra contra el Terror.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

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