Vie 12.11.2004

EL MUNDO

El líder que gobernó por la emoción

Por Robert Fisk*

Representaba todo lo profundo y todo lo triste del sueño palestino. Tengo una grabación de Arafat, sentado conmigo en una fría y oscura ladera de la montaña al norte del puerto de Trípoli en el Líbano en 1983, donde el Viejo –siempre se lo llamó el Viejo, mucho antes de que lo fuera-- estaba sitiado por el ejército sirio, otro de los “hermanos” árabes que quería liderar la causa palestina y terminó peleando a los palestinos en lugar de hacerlo contra los israelíes. Aún peor, los sirios habían sobornado a algunos de “sus” palestinos para que se les unieran en el sitio. Justo un año antes, Arafat y su OLP habían soportado un sitio de 88 días en la capital libanesa de Beirut por el ejército israelí, conducido por el ministro de Defensa, Ariel Sharon. Ahora la suerte de Arafat estaba nuevamente en baja. La grabación tiene soplidos y ocasionalmente, desde lejos, se oye una granada estallar en la ladera de la montaña. La escuché nuevamente ayer y se oía el viento pasando por el micrófono.
Arafat: –No me alejaré de mis combatientes de la libertad mientras se enfrentan a la muerte y a los peligros de la muerte. Es mi deber estar a su lado y al de mis oficiales y mis soldados.
Fisk: –Hace un año, usted y yo hablamos en Beirut oeste. Acá estamos en una ladera ventosa en las afueras de Trípoli, a 80 kilómetros de la frontera israelí, o de la frontera palestina, y la gente de Fatah se está rebelando.
Arafat: –Ya ve, le doy otra prueba de que somos un hueso duro de roer. Espero que todavía recuerde lo que Sharon había mencionado al comienzo de su invasión. Esperaba que en tres o cinco días liquidaría o aplastaría a la OLP, a nuestra gente, a nuestros combatientes de la libertad, y acá estamos. El sitio de Beirut, las batallas al sur del Líbano, este milagro, 88 días, la guerra árabe-israelí más larga, y no solamente de los palestinos, sino de nosotros y nuestros aliados, los libaneses, están participando de esta guerra de desgaste y estamos orgullosos, yo estoy orgulloso, de tener esta alianza valiente.
Fisk: –¿Ochenta kilómetros más allá de Palestina?
Arafat: –¿Cuál es la diferencia de estar a 80 kilómetros o a 80.000 kilómetros? A un metro de la frontera de Palestina, estoy lejos.
Arafat era un soñador, una característica popular para unos palestinos que solamente podían tener esperanzas en base a los sueños. Aun en los días tempranos, si se requería un compromiso de él, podía hablar con los israelíes, incluso insinuar que aceptaría una partición de Palestina. “Viviré en un metro cuadrado de mi tierra”, solía decir; las proporciones geográficas no eran su punto fuerte. Pero si alguno de los miembros más desaforados de la OLP avergonzaba a los palestinos, y al mundo, asesinando a un inocente, Arafat interfería para evitar más tragedia, adquiriendo por lo tanto prestigio gracias a los crímenes de su propia organización. Por lo tanto, el asesinato a manos de los palestinos de un jubilado judío lisiado llamado León Klinghoffer, al borde del crucero secuestrado “Achille Lauro” en 1985, resultó compensado por el gesto humanitario de Arafat de arreglar la liberación de los otros 300 pasajeros.
Pero su mayor error político, su apoyo a Saddam Hussein después de la invasión iraquí a Kuwait en 1990, fue lo que le dio su mayor y más resonante victoria. Como el rey Hussein, que también declinó apoyar la Pax Americana del presidente Bush padre, Arafat ahora estaba lo suficientemente débil como para hacer las paces con Israel, y el acuerdo de Oslo, el tratado de paz más discutible desde Versalles, fue el anzuelo para entrar. Arafat creyó que le estaban dando la condición de Estado, estampillas, una aerolínea nacional, prestigio, admiración, el este de Jerusalén y un ejército, pero no le estaban ofreciendo nada de eso. En cambio, Oslo resultó ser un ofrecimiento de colaboración: se le estaba pidiendo que vigilara Cisjordania y Gaza en nombre de Israel.
Como tantos líderes árabes, Arafat gobernó más por la emoción que por la razón; George Bush hijo es el equivalente más cercano en su guerra de Irak. Y esto llevó a Arafat a vuelos retóricos que eran una panacea para su pueblo así como un insulto para su elite educada. Edward Said, el más brillante de los eruditos palestinos, quedó indignado por el disparate permanente así como por su gobierno vanidoso y dictatorial. Arafat prohibió los libros de Said y los palestinos que deseaban leerlos tenían que comprarlos en Israel. “La gente lo adoraba, por supuesto”, me dijo Said una tarde en Beirut mientras tocaba el piano para distenderse del efecto que le había causado otro de los discursos de Arafat. “Se paró en el podio y les prometió un Estado palestino y ellos aplaudían y gritaban y pateaban. Alguien le preguntó qué clase de Estado le gustaría y Arafat señaló un niño pequeño en la primera fila y dijo: ‘Si quiere saber la respuesta a eso, debe preguntarle a cada niño palestino qué es lo que quiere’. Y la multitud se volvió loca nuevamente. Fue una respuesta muy popular. Pero ¿de qué diablos hablaba? ¿Qué quería decir?”
Hubo otra conversación más profunda entre Said y Arafat, en 1985, cuando los dos discutían sobre Haj Amin al Husseini, el Gran Mufti de Jerusalén que apoyó la revuelta de 1936 contra el gobierno británico, que siempre creyó que los sionistas tomarían la tierra palestina para un Estado israelí, y que terminó en la Berlín de tiempos de guerra instando a Hitler a evitar la emigración de judíos a Palestina y alentando a los musulmanes bosnios a unirse a las SS. Según Said, el líder de la OLP puso su mano en su rodilla y la aferró muy fuertemente, diciéndole: “Edward, si hay algo que no quiero ser es como Haj Amin. Siempre tuvo razón y no consiguió nada y murió en el exilio”.
¿Que dirán de Arafat? Los israelíes negaron permiso para que Haj Amin fuera enterrado en Jerusalén. Ariel Sharon ya dijo que la misma regla se aplicará a Arafat. En la muerte, por lo menos, Arafat y Haj Amin resultaron iguales.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.

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