EL MUNDO
› UNA MULTITUD DESPIDIO A YASSER ARAFAT EN RAMALA
Un adiós que desbordó todo
Ayer fue un día de dos adioses para Yasser Arafat: uno sobrio, formal, oficial, ultravigilado y sin gente común en El Cairo y otro lleno de multitudes, dolor y pasión incontrolables en la Muqata, en Ramalá, Cisjordania, donde el líder histórico de los palestinos pasó sus últimos años en un estado de virtual reclusión.
Por Donald Macintyre *
Desde Ramalá
Para cuando los dos helicópteros militares egipcios verde claro sobrevolaron la ciudad a baja altura, la ciudad de su melancólico vuelo desde El Cairo, la lucha por evitar que la gente de la calle se apoderara del entierro de Yasser Arafat estaba perdida. Con el complejo de la Muqata ya atestado con decenas de miles de deudos cantando, señalando con sus dedos, agitando banderas –la misma multitud que algunos, absurdamente, habían supuesto que esperaría paciente detrás de los portones–, los aterrados pilotos, que ya habían considerado abortar el aterrizaje, por algún milagro lograron tocar tierra, sin herir a nadie en medio de descarga tras descarga de fusiles al aire.
Fue después de las oraciones del mediodía, que se hizo evidente lo equivocadas que habían sido las predicciones de un entierro, en medio de la apatía. Aun antes de que se precipitaran imprudentemente hacia los helicópteros, mientras las enormes aspas amenazantes les soplaban nubes de polvo sobre los rostros, las masas congregaron dentro y fuera del complejo, con algo de la misma expectativa para el regreso de Arafat muerto, que habían sentido cuando volvió vivo a Gaza desde Túnez en forma triunfal en 1994. La gente se había volcado desde las mezquitas de Ramalá para una marcha medida, pero determinada marcha hacia la Muqata. Pero cuando la divisaron, el paso de los jóvenes se aceleró mientras se encaramaban a cualquier punto de observación que pudieran encontrar. Treparon el muro de tres metros de hormigón al sur del complejo y arrancaron el alambre de púa tendido sobre él. Acumularon montículos de escombros hacia el norte; algunos hasta treparon tres pisos de tuberías para evadir a los guardias de seguridad, que trataban de impedir que llegaran a los techos de los edificios alquilados precios altos por las cadenas de televisión.
Pero la voluntad de la mayoría de los 40.000 deudos de rendir su último tributo, desde dentro del complejo, resultó irresistible. Los que estaban al frente de la cola de varios miles de hombres, cada vez más enojados, muchos de ellos usando kefiyas a cuadros blancos y negros, golpeaban las puertas de acero del lugar clamando para que los dejaran entrar. Los que estaban atrás cantaban: “Queremos ver a Abu Ammar” y en ominosa referencia a los continuos rumores sobre los motivos de su muerte: “De Ramalá a París, ¿quién envenenó al presidente?” Sus temores de que esto pudiera convertirse en una versión aún más pálida de las exequias ultraformales que habían tenido lugar unas horas antes en El Cairo, aumentaron cuando vieron la cómica entrada del Mufti de Jerusalén, Ekrima Sabri. La policía estaba tan renuente a abrir las puertas que el hombre santo nombrado por Arafat fue alzado por encima de la pared con sus ropas clericales al viento, después de permanecer de pie sobre los hombros de un guardia uniformado.
Hicieron callar a un alto oficial de la policía que llamó a la calma, tranquilizándose brevemente, sólo cuando Tayeb Abdul Rahim, el jefe de protocolo de la Autoridad Palestina, apareció del otro lado del muro. “El mundo los está mirando a través de las cámaras de televisión”, les dijo Rahim. “Sé que todos quieren ver al presidente. Pero les digo francamente que no podrán entrar antes de que el helicóptero aterrice en la Muqata”. Pero después la policía cedió ante lo inevitable, abriendo las puertas alrededor de la 1.30 de la tarde. Los helicópteros llegaron alrededor de las 2.25.
Hubo caos cuando aterrizaron en medio de una continua cortina de disparos de fusiles semiautomáticos, algunos de ellos de militantes enmascarados en la multitud, pero la mayoría eran agentes de seguridad uniformados que rendían su último tributo al único hombre que había sido capaz de ejercer un inequívoco control sobre ellos, entre los cánticos de la gente enloquecida: “Sacrificamos nuestra sangre y alma a ti, Abu Amar”. Pasaron unos buenos 10 minutos antes de que pudieran abrirse las puertas de la aeronave rodeada por la muchedumbre, con muchos de sus integrantes tratando de tocar el ahora sagrado fuselaje.
El aterrado conductor del vehículo negro de las fuerzas de seguridad que debía llevar el cuerpo para las oraciones finales, a la mezquita de la Muqata a unos 200 metros, avanzó a una velocidad frenética hacia los deudos y hombres de custodia para tratar de llegar al helicóptero. La cabeza calva del ministro palestino Saeb Erekat, podía verse al tope de una pasarela gritándole a la multitud que hiciera lugar para que el féretro pudiera salir. Cuando finalmente el ataúd, de tres manijas de bronce de cada lado, y todavía envuelto en la misma bandera palestina que lo había cubierto en el aeropuerto de Villacoublay 24 horas antes, fue extraído del helicóptero, el vehículo se había retirado. Allí, tropas de palestinos de boinas verdes, lograron de alguna manera, abrir un sendero a través de la multitud.
Desde arriba se podía ver la bandera negra, verde, blanca y roja ondeando en medio de la multitud en movimiento, contenida por tropas que enarbolaban largos palos de madera. Por momentos, la multitud se detenía y en un instante, incluso retrocedió. Si hubo un lapso en el que los jóvenes militantes pudieron haber cumplido los temores israelíes y tomado el cuerpo para marchar con él hacia la mezquita de Al Aqsa en la vieja ciudad de Jerusalén, donde Arafat siempre quiso ser enterrado, fue éste. Pero no sucedió. De algún modo, los aterrados, sudorosos portadores del féretro, con los músicos de la banda naval ahora empapada y todavía tocando sus apenas audibles himnos fúnebres, llegaron al automóvil. El grupo había llegado al complejo bombardeado y lleno de bolsas de arena donde Arafat había vivido, complotado y orado durante dos años y medio.
Pocos momentos después el vehículo volvió atrás en medio de escenas de caos renovado. Los hombres de seguridad de boinas verdes estaban allí junto a militantes de máscaras negras y AK47, mientras el vehículo se abría paso centímetro a centímetro en medio de la multitud hacia la profunda tumba de piedra y mármol blanco construida en los dos últimos días para el presidente muerto. Tan densa y tan ansiosa estaba la muchedumbre por ver la colocación del féretro, que la policía uniformada tomó posiciones en la tumba para evitar que los fervorosos deudos saltaran dentro de ella.
El entierro, con tierra traída de Al Aqsa, el sitio también sagrado para los judíos, que lo conocen como el Monte del Templo, y donde Ariel Sharon, el primer ministro israelí, se había negado a que su cuerpo fuera sepultado, se consumó con gran retraso. Junto con los dignatarios al lado de la tumba estaba la suegra de Arafat, Raimonda Tawhil; pero su hija Suha no estaba visible. Como señal de respeto por las creencias cristianas de esta última, el clérigo ortodoxo griego Attalah Hanna también se ubicaba al lado de la tumba.
Mientras realizaba los últimos ritos ante la sepultura, ya cubierta de coronas, Yaqub Kiraish, un imán cercano a Arafat, que en el pasado fue encarcelado y exiliado por los israelíes, emitió un mensaje de desafío sin compromisos. “Prometemos respetar tu voluntad y poner la bandera palestina en cada casa en Jerusalén, en sus iglesias y en sus mezquitas. Continuaremos la marcha. Haremos de nuestra sangre agua para Jerusalén.” No era difícil detectar el subtexto; que cualquier futuro sucesor estaría limitado a las concesiones que Arafat había estado preparado para ofrecer en Oslo. En otras palabras, que ningún líder palestino podría ceder algo más, ya sea en el estatus de Jerusalén o en las fronteras entre Israel y un nuevo estado Palestino, en las negociaciones que George W. Bush y Tony Blair se comprometieron ayer en Washington a tratar de reanudar.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.