EL MUNDO
› FUE ASESINADO EL EX PREMIER LIBANES RAFIK HARIRI
Cuando Beirut se convirtió en Bagdad
El reconocido periodista británico Robert Fisk estuvo a metros de donde estalló el explosivo que mató al ex premier libanés Hariri, quien había renunciado en octubre pasado, avalando el pedido de la oposición de retiro de las tropas de Siria. Hubo un grupo que se adjudicó el ataque. Y voces de acusación contra Damasco y el gobierno de Beirut.
Por Robert Fisk *
Desde Beirut
Escuché la explosión que ocurrió a sólo unos cientos de metros de mi casa y mi primer instinto fue mirar para arriba en busca de los aviones de altura israelíes que normalmente rompen la barrera del sonido sobre Beirut. Luego vi a los comensales que salían ensangrentados de los restaurantes con los vidrios rotos y la gran nube de humo que surgía del Hotel St. George. Beirut es mi hogar lejos de mi hogar, a salvo de los peligros de Bagdad, y ahora Bagdad está aquí en el Líbano, una masacre en el día de San Valentín, en las calles de una de las ciudades más seguras de Medio Oriente. Corrí por la Corniche, todos los demás huyendo en dirección opuesta, hasta que me encontré en medio de una masa de escombros y automóviles en llamas. Un anodino grupo que se hizo llamar “La victoria y la Jihad en la gran Siria” se atribuyó el atentado que mató al ex premier Rafik al Hariri -por ser “agente de los servicios sauditas”- y a otras 9 personas, en un comunicado transmitido por Al Jazeera. Horas después, la policía atraparía al hombre que apareció en un video, quien resultaría ser un extremista palestino. La oposición libanesa acusó a Siria del atentado y al gobierno del presidente Emile Lahoud.
Había un hombre, un hombre gordo tirado en el pavimento frente al hotel. Pensé que era una bolsa hasta que vi la parte de arriba de su cráneo. También vi la mano de una mujer, todavía dentro de un guante, en la calle. Había cuerpos quemándose en un automóvil en llamas, una mano colgando de la ventanilla del conductor. Todavía no había ni policías, ni ambulancias, ni bomberos. Los tanques de nafta de los automóviles empezaron a explotar, expandiendo el fuego en la calle y yo no podía medir el grado del daño por el calor y el humo. Luego vi a un hombre que conocía, uno de los guardaespaldas de Rafik al Hariri, de pie, aterrorizado. “El hombre grande se ha ido”, dijo. ¿El hombre grande? ¿Hariri? Me encontré con un reportero de AP que había escuchado lo mismo. Al principio pensé que el ex primer ministro del Líbano, el hombre que como ningún otro reconstruyó esta ciudad de las cenizas de la guerra civil, que se había ido, se había escapado. Pero, ¿cómo pudo escapar de esta pira funeraria? Un grupo de policías corrió hacia el desastre, y un hombre, otro guardaespaldas, pensé, corrió hacia varias limusinas Mercedes gritando “Ya-Allah”, llamando a Dios como su testigo.
Hariri sólo viajaba en un convoy de Mercedes fuertemente blindados. Con razón la explosión fue tan masiva. Debe haber sido para destrozar las puertas blindadas. Seguí a un detective vestido de civil pasando frente a un automóvil todavía en llamas, con otro cuerpo adentro, envuelto en el fuego, hasta el borde de un foso. Tenía por lo menos tres metros de profundidad. Este era el cráter. Lentamente bajé por el borde. Todo lo que quedaba del auto bomba eran unas pocas piezas de metal de dos centímetros de largo. La explosión había hecho volar al otro automóvil, quizás el de Hariri, hasta el tercer piso del anexo vacío del hotel donde todavía se incendiaba ferozmente.
El ex premier tenía muchos enemigos. Enemigos políticos en el Líbano, sirios que sospechaban, con razón, que él los quería fuera del Líbano, enemigos con propiedades, porque él personalmente había comprado grandes áreas de Beirut, y enemigos en los medios porque era el propietario de un diario y un canal de televisión. No podía ver su cuerpo. Pero mientras miraba a través del humo y el fuego, y trepaba sobre las mangueras de los bomberos, miré más allá, al nuevo “centro ville” de Beirut, el centro reconstruido de esta bella ciudad que la propia empresa de Hariri –era propietario del 10 por ciento de las acciones en Solidere– estaba construyendo de las ruinas. Había muerto a metros de su propia creación. Grandes pedazos de hormigón estaban tirados en la calle y sobre charcos de sangre y cosas pequeñas, terroríficas: un zapato, el caro sobretodo de hombre y un guante de mujer, con la mano todavía adentro. El billonario saudita que había cenado con reyes y princesas, cuya amistad personal con Jacques Chirac ayudó al Líbano a financiar su deuda pública de 41 mil millones de dólares, había terminado su vida en este infierno. En privado no ocultaba su animosidad hacia Hezbolá, cuyos ataques sobre las tropas de ocupación israelí antes de su retirada en el 2000 retrasarían sus planes para la recuperación económica del Líbano. Y mientras toleraba a los sirios, tenía sus propios planes para su partida militar. ¿Era verdad, como se decía en Beirut durante las últimas semanas, que Hariri era el líder secreto de la oposición política a la presencia siria? ¿O eran sus enemigos gente aún más siniestra? La oposición libanesa ayer apuntó a Siria y al gobierno actual como responsables.
El Líbano está construido sobre instituciones que veneran el sectarismo como un credo, en las que el presidente siempre debe ser un cristiano maronita, el primer ministro un musulmán sunnita, como Hariri, y el titular del Parlamento un musulmán chiíta. Cualquiera decidido a asesinar a Hariri sabía en qué forma esto podría reabrir las fisuras de la guerra civil de 1975-1990.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.
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