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Tabaré presidente
Por Eleuterio Fernández Huidobro *
El 22 de noviembre de 1989, pocos días antes de las elecciones nacionales de ese año, ciertos adversarios levantaron el mismo tipo de propaganda que repitieron el año pasado: advertían que si Tabaré Vázquez llegaba a ganar construiría en Montevideo un muro como el de Berlín. Era justo cuando el de Berlín se estaba viniendo abajo. Posteriormente Jorge Batlle, tratando de analizar, comentaba: “Es inexplicable que cuando el socialismo retrocede por todos lados, acá siga avanzando”.
Los errores de ese “análisis” producido a fines de 1989 y principios de 1990 eran varios. Confundía el derrumbe con las ideas socialistas. Creía en su propio cuento. Ignoraba, por ejemplo, que en esas mismas horas en Brasil Lula ganaba en primera ronda y una derecha desesperada y sin candidatos conquistaba el ballottage gracias al invento apurado de Fernando Collor de Mello, que en poco tiempo demostraría lo que era. Batlle pensaba, como Fukuyama (¿se acuerdan de Fukuyama?) que se había acabado la historia.
No hay que ser esclavos de las derrotas. Pero tampoco de las victorias. Las potencias vencedoras en la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, trataron a la derrotada Alemania con tanta soberbia y abuso que sembraron por ello inmejorables condiciones para la próxima e inminente matanza mundial.
Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía en 2001, principal asesor de Bill Clinton y luego vicepresidente y economista jefe del Banco Mundial (protagonista de la década del ‘90 desde el corazón mismo) publicó recientemente un libro titulado Los felices 90: la semilla de la destrucción, en el que formula una aguda y hasta despiadada autocrítica.
Comienza su epílogo diciendo: “La burbuja estalló. La economía entró en recesión. Era inevitable que ocurriera: los días de los felices noventa se habían construido sobre unas premisas tan falsas que finalmente tenían que acabar”.
Resulta curioso que los tres capítulos en que divide dicho Epílogo se llamen “La mala gestión de la economía global”, “La mala gestión de los escándalos empresariales” y “La mala gestión de la globalización”.
Hasta no hace mucho, encaramado en mi soberbia de campanario, creí que los fenómenos de alta corrupción en estas regiones eran propios de países como los nuestros. Pronto me enteré de que uno de los pueblos más golpeados por ese flagelo es el de Estados Unidos.
Acá no inventamos nada. Se hizo y pasó exactamente lo mismo que allá. Peor aún, copiamos los errores más gruesos y, así, nos equivocamos por cuenta ajena. La diferencia es que allá, ahora, hacen autocrítica y debaten febrilmente acerca de una política económica nefasta, y acá los grandes portaestandartes de ellas siguen olímpicos. Como si tal cosa. Se ve que no leen.
Jorge Batlle inició esta loca carrera con todo el viento en la camiseta exactamente el 15 de julio de 1990 en el Club Huracán de Paso de los Toros. Allí leyó solemnemente la “Declaración del Batllismo Radical al país” (¿se acuerdan acaso?). Algo así como “El Grito del Huracán”.
Gobernaba Luis Lacalle y, como siempre, cogobernaba el Partido Colorado. Creían tener la cancha abierta.
La “Declaración del Batllismo Radical” contiene toda la panoplia, completa como en un bazar, y bastante bien traducida del inglés, de las ideas que condujeron al abismo. Según decían, nosotros éramos conservadores y ellos unos estupendos radicales revolucionarios. De sofá.
Tuvimos que pararles el carro con la paliza propinada en el referéndum de diciembre de 1992. Pero no fue suficiente para detenerlos.
El resto de la historia es conocido y sufrido por la inmensa mayoría de la gente acá y en todas partes.
Crecimos en las elecciones de 1994, 1999 y 2004. Trataron por todos los medios de impedir nuestro triunfo.
El martes próximo Tabaré Vázquez será el presidente de todos los uruguayos. Vino traído por un aluvión de votos nunca visto.Ese enorme apoyo expresa, entre otras cosas pero fundamentalmente, la conciencia generalizada de una gravísima crisis nacional. Tan grave que amenaza la existencia misma del compromiso político llamado República Oriental del Uruguay. Lo mismo les pasa a muchos otros estados y naciones del planeta. Fracasó una política económica mundial. Una política a secas que muestra hoy, además de su horror, su empantanamiento.
No se trata de soplar tizones viejos para incendiar almas con nacionalismos extravagantes y trasnochados. Tampoco de poner la cuestión nacional como un capricho sobre la mesa. Es simplemente una cruda realidad.
En estas postrimerías, además, caen con toda su crueldad algunas de las consecuencias que faltaban (tal vez esperando hasta después de las elecciones): los 120 o 150 millones que por otro garrafal error de Jorge Batlle nos reclaman quienes fundieron al Banco Comercial, los 240 que por crasos errores (o por causas peores aún) le reclaman al Ministerio de Defensa. ¿Falta algún otro golpe todavía? Mucho me temo que sí.
Mucho temo –ojalá me equivoque– que el próximo gobierno encuentre un panorama peor del que imaginamos.
Los organismos internacionales de crédito, duros de pelar, siguen apremiando. Exigen sin misericordia un superávit fiscal primario de cifras escalofriantes que este pueblo deberá poner sobre el mostrador de cada año sacándolas de su propia calamidad.
Sólo una gran unidad popular de anchos ribetes nacionales nos permitirá afrontar la situación y superarla. Sólo un gobierno como el que se instala podrá estar bien al lado de la gente como para poder llevar adelante esa tarea que, como propuso el futuro intendente de Montevideo, también será entre todos y para todos.
* Senador uruguayo del Encuentro Progresista-Frente Amplio-Nueva Mayoría.