EL MUNDO
› A 40 AÑOS DE LA INVASION NORTEAMERICANA A DOMINICANA
Dictadores y marines
En 1965, los marines y la 82 aerotransportada –hoy en Irak- cerraban de prepo un ciclo de cuatro años de crisis que arrancó con el asesinato del casi eterno dictador Trujillo. Como en el Haití de hoy, también hubo una fuerza interamericana de intervención en la mitad este de la isla.
› Por Susana Viau
El 30 de mayo de 1961 una encerrona en la carretera y una lluvia de balas terminaron con la larga vida del Benefactor de la Patria. Su cuerpo apareció al día siguiente, en el maletero de un coche. Rafael Leónidas Trujillo Molina no fue enterrado en la isla que depredó desde el más alto cargo durante 31 años sino en París, en el melancólico cementerio de Père Lachaise. Del violento tránsito hacia el otro mundo del Primer Médico de la República, Supremo Coloso, Genio de la Paz, Protector de todos los obreros, Primer Maestro de la República, Padre de la Nueva Patria, Héroe del Trabajo, Restaurador de la Independencia Económica, Primer Periodista, Generalísimo de las Fuerzas Armadas, etcétera, etcétera (según el magnífico inventario de Hans Magnus Enzensberger), tampoco dio cuenta la República Dominicana. El deceso se anunció en Washington: al fin y al cabo, Franklin D. Roosevelt había admitido con cierto cinismo que “Trujillo es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. En la isla caribeña se abrió una etapa de caos y enfrentamientos entre gobiernos títeres y fuerzas antiimperialistas. La tensión hizo masa en abril de 1965: miles de infantes de marina de los Estados Unidos invadían el pequeño país por tercera vez en menos de un siglo.
La serpiente emplumada:
En 1930, sin que tuvieran tiempo de reponerse del terrorífico ciclón de San Zenón, una desgracia mayor aún se descargó sobre los dominicanos: con el apoyo del ocupante americano, Trujillo, un ex sargento de policía retacón y semianalfabeto, ganó las elecciones sin dificultad y con fundadas sospechas de fraude. 1800 votos en contra y 250 mil a favor. En los comicios que se sucedieron a lo largo de tres décadas mejoró la marca: abstenciones, 0; votos opositores, 0. En ese lapso, Rafael Leónidas amasó una fortuna incalculable, producto del robo y de suculentas participaciones en las principales industrias dominicanas. Una viveza, la simulación de un posible restablecimiento de relaciones con la Revolución Cubana, puso los pelos de punta a sus protectores del Departamento de Estado, hartos ya de las groseras demostraciones de poder de su pupilo y de los desaguisados que, como el frustrado atentado contra el venezolano Rómulo Betancourt, le habían causado un problemón en la OEA. Es que el aliado antillano era un mono con navaja: quién sino él podía haber urdido el secuestro, en plena Quinta Avenida, de Jesús de Galíndez, delegado del Gobierno Vasco en el exilio y vinculado a la oposición democrática dominicana. Galíndez no volvió a aparecer. Lo tragó la tierra o, quizá, la práctica que más divertía al dictador y a su hijo Ramfis: los tiburones. Trujillo, insaciable, se cargó al piloto americano que trasladó a Galíndez y al hampón dominicano que lo custodió. Dicen que el hermano de este último participó del comando que hizo pasar al Benefactor a mejor vida. Los americanos, sin duda, habían guiado la mano del vengador y del ametralladorista. Narra Enzensberger que al producirse el deceso había en Dominicana 1880 monumentos en honor del hombrecillo de tricornio emplumado, marido de un sinnúmero de mujeres, padre de una caterva de hijos –Flor de Oro y Ramfis fueron sus preferidos–, tío de una infinidad de sobrinos y cliente de una ponchada de bancos europeos. La carta fuerte de la elemental diplomacia trujillista había descansado en la fama del playboy Porfirio Rubirosa, el primero de los ocho maridos de Flor de Oro, la mayor de sus hijas, la niña de sus ojos. “Rubi” –embajador en argentina en 1938– era bueno para el servicio exterior porque, creía el suegro, “las mujeres lo adoran y él es un mentiroso”.
Hijos de una gran sociedad:
Un títere de Washington, el conservador Joaquín Balaguer, asumió la presidencia a la muerte de Trujillo. Duró lo que un suspiro: en 1962 renunció refugiándose en la Nunciatura. Lo sustituyó otro peón imperial que llamó a elecciones en diciembre de 1962. Del sufragio, monitoreado por la Organización de Estados Americanos (OEA), saldría triunfante el Partido Revolucionario Dominicano de Juan Bosch, un profesor de perfil socialdemócrata que iba a cometer, a ojos de los Estados Unidos, el peor de los pecados: legalizar al Partido Comunista. A ocho meses de su asunción y utilizando como ariete al tautológico general Elías Wessin y Wessin, Washington impulsó el derrocamiento de Bosch. La conducción del país la asumió un triunvirato tan proamericano como Balaguer, que se apresuró a hacer los deberes devolviendo a la ilegalidad a los comunistas y a todos los grupos de izquierda.
Al norte, la tierra también temblaba y dejaba al descubierto las miserias de la nación más poderosa: en noviembre del 1963, en la cabeza y la espalda de John F. Kennedy hicieron diana dos francotiradores, brazo ejecutor del complejo militar-industrial. El vicepresidente tomó el timón: era individuo de escaso glamour, si bien ostentaba el inútil record de haber sido el representante más joven de la historia del Capitolio. El texano Lyndon B. Johnson basó su continuidad en una estrategia de doble standard: la convocatoria a construir una “gran sociedad”, en lo interno, y, hacia afuera, el reforzamiento de la “diplomacia de las cañoneras”. Cuando el 24 de abril de 1965 comenzó la insurrección “constitucionalista” que reclamaba el retorno de Bosch, Johnson creyó que le estaba viendo las orejas al lobo. “No toleraremos otra Cuba en el Caribe”, dijo.
Los “constitucionalistas” eran una amalgama de militares y civiles armados al mando del coronel Francisco Caamaño Deño, el gran nombre de esas jornadas. Tras una fugaz transición, Caamaño asumiría la presidencia de la república con el aval de los diputados y senadores destituidos por el golpe de 1963. Las refriegas dejaban, entre tanto, un saldo de decenas de muertos y centenares de heridos. El secretario de Estado norteamericano Dean Rusk envió un radiograma a su embajada ordenándole respaldar a la Junta Militar que al mando del derechista general Elías Wessin y Wessin se instaló en la base de San Isidro. Rusk no era en Buenos Aires un funcionario más: su hijo David se había casado con la argentina Delcia Bence para solaz de las crónicas de sociedad porteñas. El 28 de abril, la Junta Militar de San Isidro pidió por escrito a Washington el envío de tropas. ¿Acaso el “Corolario Roosevelt” –Teodoro Roosevelt– no había establecido que el Caribe era “el lago americano”?
Las invasiones bárbaras:
Con la eterna copla de proteger la vida y los bienes de sus ciudadanos, desembarcaron Santo Domingo los primeros 500 marines. El 29 se sumaron dos batallones de la 82 División Aerotransportada. El ruido de pertrechos tronó a las puertas de la OEA. Afirman que el presidente de la organización, José Mora Otero, mantuvo una reunión con Caamaño y en ella le ofreció seis millones de dólares para rendirse y abandonar el país. La contestación del militar constitucionalista habría sido de un calibre tan grueso como el de las armas que le proponían abandonar. En la Plaza de la Revolución y con buenos argumentos, Fidel Castro fustigó a “esa agencia de colonias llamada OEA”; al otro lado del océano, Charles De Gaulle condenaba la invasión y exigía el retiro de las tropas.
En procura de una legitimidad formal, Estados Unidos pidió a la OEA la creación de una Fuerza Interamericana de Paz que acompañara su incursión. La propuesta contó con el apoyo mayoritario de los países miembros. En Argentina, “hacía tiempo que las fuerzas armadas eran firmes partidarias de crear una fuerza de carácter permanente. En general, todos los aparatos militares de América latina respaldaban ese proyecto –relata el embajador Lucio García del Solar, entonces representante argentino en las NacionesUnidas–. Incluso después del golpe de Onganía se celebró una reunión interamericana donde se discutió el tema y no pudieron sacarlo adelante. Arturo Illia y la mayor parte de los radicales se oponían a esa posibilidad desde el pique. Del mismo modo, eran de la opinión de que los temas de América latina se discutieran en el seno de la OEA y no en la ONU. Por eso es que yo estuve bastante lejos de la cuestión. En la ONU se hizo solamente una reunión informativa. Previa a ella, tuvimos un encuentro con los latinoamericanos que en ese momento integraban el Consejo de Seguridad (Bolivia y Uruguay, me parece) e hicieron declaraciones muy duras acerca de la intervención. Pero la verdadera batalla política se desarrolló en la OEA”.
En la cúpula del radicalismo, ganador de los comicios con el 25 por ciento de los votos, no había unanimidad: al jefe del partido Ricardo Balbín, a un joven que empezaba a crecer a su sombra llamado Raúl Alfonsín y al propio presidente de la Nación la idea de una fuerza de intervención les levantaba ampollas; el canciller Miguel Angel Zavala Ortiz, por el contrario, insistía en analizar el conflicto en el marco de la guerra fría y no descartaba que, como sostenía Washington, Caamaño Deño fuera una baza cubana en Santo Domingo. Además, Zavala Ortiz presumía que el apoyo argentino a la FIP restañaría la herida abierta por la anulación de los contratos petroleros dispuesta por Illia a pocas horas de su asunción. La obstinación del ministro acabó perforando las resistencias. Los embajadores en zonas sensibles fueron convocados a Buenos Aires: Colombo, un sanjuanino de pura cepa radical (OEA), García del Solar, radical y diplomático de carrera, que no llega al cónclave (ONU) y Norberto Barrenechea, yerno de un íntimo amigo de Balbín y gran cotizante de la UCR, el consignatario de hacienda Pedro Duhalde (EE.UU.). Gobierno y dirigentes optaron por nadar y guardar la ropa: aprobarían la creación de una fuerza “ad hoc” pero no participarían de ella, no habría tropas argentinas a la sombra de los cocoteros. Por haber bajado a Buenos Aires, no fue Colombo quien levantó la mano en la sesión de la OEA. Lo suplantó su segundo, el radical de Chascomús y diplomático de carrera Hugo Gobbi.
En el discurso que pronunció para anunciar la decisión, Illia hizo eje en la tradición antiintervencionista del radicalismo. Leopoldo Moreau era, por esas épocas, un jovencísimo militante radical y todavía lo recuerda: “Don Arturo –dice, respetuoso– trazó un paralelismo con postura de Hipólito Yrigoyen. La negativa a mandar tropas no pasó inadvertida para Washington. Se sumó. Fue una de las tantas cosas que explican la caída de Don Arturo”. Ni Moreau ni quienes eran jóvenes por aquellos días olvidan la agitación estudiantil y la multitudinaria manifestación que, en el Congreso, repudió la invasión y la capitulación de la OEA. El mitín terminó con sangre: caía asesinado Daniel Grinbank, un chico de 18 años, “pero no por la represión, porque no la hubo. Fue la derecha peronista”, aclara Moreau ajustándose estrictamente a la verdad.
A mediados de junio, los marines y la Fuerza Interamericana de Paz que integraban Honduras, Nicaragua, Paraguay, Brasil y Costa Rica, ocuparon a tiros unas 30 cuadras de la zona “constitucionalista”. El 3 de septiembre Caamaño dimitía ante una muchedumbre, en la plaza de la Fortaleza de Ozama. A dos años de su derrocamiento, Bosch regresaba a su tierra. El 23 de enero de 1966, Caamaño y su familia partieron hacia Londres. La Casa Blanca y el trujillismo determinaban el triunfo electoral de Joaquín Balaguer sobre Juan Bosch. El profesor, pese a todo, retenía su liderazgo en Santo Domingo. El 21 de septiembre de 1966, con el improbable otoño dominicano, las tropas de la FIP daban por terminada su bochornosa misión.