Dom 24.04.2005

EL MUNDO  › OPINION

El día menos pensado

Por Claudio Uriarte

¿Puede ser que la dureza, la ortodoxia y la inflexibilidad del cardenal Josef Ratzinger no hayan constituido más que el ancla necesaria para que el papa Benedicto XVI timonee con estabilidad una nave compleja en dirección a las reformas, por limitadas que éstas puedan parecer en un comienzo? Una serie de indicios así lo sugiere, aunque también puede tratarse de pistas falsas para blanquear la imagen de un Pontífice considerado como excesivamente duro. Pero esos signos merecen ser examinados en cualquier caso.
En primer lugar, vinieron declaraciones convergentes desde dos trincheras opuestas. El teólogo disidente Hans Küng, ex amigo y compañero de estudios de Ratzinger, con quien ayudó a preparar el Concilio Vaticano II, invitó a los católicos renovadores a “darle una oportunidad” al nuevo Papa: “No seguirá simplemente el camino de Juan Pablo III (...) No creo que Ratzinger arremeta contra todo, seguramente querrá dejar una marca positiva. Aconsejo esperar, ya que también el cardenal conservador (Angelo) Roncalli se convirtió al fin en el papa Juan XXIII que impulsó la apertura de la Iglesia”, sostuvo Küng en un reportaje de la revista alemana Stern. La otra declaración vino del cardenal austríaco Christoph Schoenborn, arzobispo de Viena y estrecho amigo de Ratzinger, en una entrevista el diario austríaco Kurier: “No recomendaría creer que ya se sabe ahora todo sobre lo que se puede esperar del nuevo Papa. De Juan XXIII hemos vivido grandes sorpresas, también me las puedo esperar de Benedicto XVI (...). Nosotros creemos que es capaz de permitir que el Espíritu Santo lo mueva hacia algo inesperado. Si las sorpresas van en la dirección que algunos ven como la más importante y creen que la salud de la Iglesia y del mundo dependen de ella, eso es otra cuestión”, dijo sobre las reivindicaciones a favor del sacerdocio de las mujeres, el trato a los divorciados o la abolición del celibato. “En estas cuestiones nada se moverá si se estudian bajo la presión social, sino sólo si la Iglesia se fortalece en su fe.” Así, por ejemplo, la cuestión del sacerdocio de las mujeres “no puede resolverse bajo la categoría de emancipación e igualdad de condiciones. Cuando sea la voluntad del Señor, él mostrará que es su voluntad; si no es su voluntad sino sólo un fenómeno de moda, es mejor que no ocurra”. En el cuidadoso y equilibrado fraseo de Schoenborn, lo notable es que temas tabú empiecen a discutirse, y que reformas previamente pensadas como revolucionarias a considerarse posibles.
En segundo término, apareció el trascendido periodístico de cuatro documentos –que este diario dio cuenta ayer– aprobados por Ratzinger en su época de cardenal y que tratan la posibilidad de recibir la eucaristía para los católicos que hayan vuelto a casarse, la extensión de 75 a 80 años la edad de jubilación de los obispos, la primacía del Papa en el proceso de reunificación de los cristianos, pero vista como un servicio y no como un privilegio, y la naturaleza divina de Cristo, en forma de un mensaje dirigido a todos los cristianos. Además habría un quinto documento describiendo un panorama sombrío de la situación del clero, especialmente en Europa, Africa y Norteamérica, y el rumor de que las duras invectivas de Ratzinger contra “la suciedad en la Iglesia”, leídas en las meditaciones del último Viernes Santo, se relacionaría con las violaciones del secreto de confesión por algunos curas y el empleo “non sancto” del dinero.
El desciframiento de estos signos no puede arrojar aún un resultado claro, pero algo es innegable: la Iglesia Católica está perdiendo fieles, vocaciones y dinero (ver Suplemento Cash, pág. 7); y algo habrá que hacer frente a esto. Durante los años de agonía de Juan Pablo II, la Iglesia estuvo sumida en lo que sus propios cardenales llaman públicamente “desgobierno”. Y lo que Ratzinger debía hacer como guardián de la ortodoxia no son necesariamente las mismas que Benedicto XVI hará durante su reinado: las cosas se ven diferentes, según el lugar y las responsabilidades que se tienen. En este sentido, las reformas citadas no serían un cataclismo, pero sí la apertura de una puerta.
Puede decirse que los cambios de gobierno (o de reinado) tienen tres momentos: la víspera, el día y el día menos pensado. En todo caso, la reputación de Ratzinger es un salvoconducto para cualquier cargo de heterodoxia. Y no sería el primer estadista que subiera al barco desde una plataforma dura para luego dar un decisivo, aunque imprevisto, golpe de timón (si es que la Iglesia no ha de deslizarse en el crepúsculo de la irrelevancia).

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