Dom 17.07.2005

EL MUNDO

Beeston, en Leeds, el suburbio que pasó a ser el origen del infierno

Todavía cinco casas en las afueras de Londres están cubiertas y cercadas porque allí hay pruebas del complot para cometer los asesinatos masivos en el transporte público.

Por Severin Carrell *
Desde Londres

Hasta la madrugada del martes pasado, Beeston, en Leeds, era otro suburbio más: una grilla compacta de casas descuidadas. Actualmente está en el centro de una de las investigaciones más intensivas sobre el terrorismo del mundo. Cinco de sus casas están tapadas por planchas blancas de plástico, pruebas de un complot para cometer un asesinato masivo. Cientos de los vecinos han sido evacuados mientras policías y expertos forenses vestidos de blanco guiaban robots que detectan explosivos hacia las casas.
Las calles generalmente están llenas de ruido con un fuerte acento de Leeds. Los dialectos africano-caribeños, bengalí, urdu y punjabi ahora tienen un nuevo eco de transmisiones de noticias con acento japonés, francés, español y –sobre todo– norteamericano, y el zumbido de los generadores de electricidad de las camionetas de televisión. Todo esto por las acciones de tres hombres locales –Mohammed Sidique Khan, Shahzad Tanweer y Hasib Mir Hussain– Beeston hoy es famoso en todo el mundo. Los vecinos casi de forma unánime expresan su sorpresa, descreimiento y tristeza. Sin embargo, en sus intentos por explicar por qué sus vecinos fueron a Londres a matar a decenas de compatriotas británicos, las tensiones se hacen tangibles.
El tema de Irak surgió el jueves por la tarde, mientras dos amigos treintañeros discutían intensamente sobre si los terroristas tenían justificación moral y política para atacar en Londres. Mientras los hombres –a quien llamaremos Khalid y Arif– debatían en una vereda, pequeños grupos de transeúntes los miraban con curiosidad. El debate político y teológico cada vez más furioso puso de manifiesto el torbellino y la confusión que sienten muchos jóvenes musulmanes después de los ataques del jueves.
Con gestos exagerados, Khalid era enfático. “La cosa es simple: si no hubiesen ido a Irak, nada de esto hubiera ocurrido”, dijo. “Fueron a Irak para hacer negocios, para hacer dinero. Si hablas con cualquiera de los chicos acá te das cuenta de que es muy frustrante y que suscita enojos.” Su amigo Arif, contestó gentilmente: “No suscita nada –esa palabra es incorrecta–. Dos males no hacen un bien”. Las proclamas de Khalid preocupaban a Arif. Como muchos de los vecinos musulmanes de Beeston, no acepta que Irak sea justificación para una venganza violenta. Todos buscan al “guía”, al que adoctrinó a los terroristas convenciéndolos para matar a los usuarios del transporte londinense. Las noticias sobre un vínculo egipcio o el rol de alguien externo, el converso jamaiquino Germaine Lindsay, son escuchados con entusiasmo. “Hay un jugador más grande detrás de ellos,” insiste Arif.
“No, no”, responde Khalid, mientras su cara pálida se va enrojeciendo. “Nadie se paró detrás de ellos, nadie les lavó el cerebro. Dios permitió que esto ocurriera, eso es lo que yo creo. Islam me dice que tengo el deber de ayudar a cualquier musulmán que está necesitado.” “Pero eso está mal”, respondió Arif. “No es sólo cualquier musulmán. Es cualquier ser humano, eso es lo que dice el Corán.” A juzgar por los gestos de aprobación de los que observaban, tenía razón. Arif parecía tener razón casi todo el tiempo. Pocos parecían estar convencidos de la retórica enfurecida de Khalid. Khalid volvió a la carga, argumentando “ojo por ojo, diente por diente”. Y, señaló, el requerimiento del Corán de que un musulmán declare abiertamente la guerra a un enemigo ya fue realizado por los terroristas islámicos –la gente conocida entre los musulmanes como “jihadistas”–. “Nos dieron una advertencia –una advertencia de guerra–. Si vienen y matan a nuestros inocentes, nosotros mataremos a los suyos.” Arif quedó brevemente sin respuesta, trató de calmar a su amigo. Respondió: “Pero estaría matando a musulmanes inocentes. Eso es en contra del Islam. Estamos hablando de mi amigo desde hace 18 años. Lo que ocurre en Irak no le da el derecho. Vos estás enojado. Yo estoy triste”. Esta tristeza es, para la enorme mayoría, el sentimiento dominante. Los líderes musulmanes han, durante la última semana, repudiado a los jóvenes terroristas como musulmanes, rechazando cualquier proclama de que sus acciones están autorizadas por el Corán.
Arif explicó: “Todos en esta comunidad sienten la tristeza de las familias. Nadie los culpa. No es sólo que perdieron a un hijo, un hermano o a un padre. Tienen que enfrentar el hecho de que también lo perdió el Islam. Islam no lo permite”. En la mente de muchos quedó viva la imagen del tío de Shahzad Tanweer, Bashir Ahmad, con su cara llena de tristeza, estrés y cansancio, leyendo una declaración el miércoles pidiendo perdón por el rol de su sobrino en las bombas.
“El tío siente demasiada vergüenza”, dijo Arif mientras caminábamos entre los chicos del barrio. “No debe sentir vergüenza. Nosotros sufrimos con ellos. Estos chicos crecieron bajo mi mirada también. Esas bombas lo tocaron a él y a mí personalmente. Todavía no puedo creerlo.”
Pero lo que el diálogo de Arif y Khalid revela es una tensión aún más profunda dentro de las comunidades inmigrantes asiáticas de Gran Bretaña, una tensión entre las generaciones mayores que viven según sus propias reglas y códigos y sus hijos nacidos aquí, que muchas veces tienen una compleja identidad dual.
Para la gran mayoría, explica Mohammed Shafique, un trabajador social conocido por sus amigos como Shaf, esto significa usar vestimenta occidental fuera del hogar, fumar, seguir los partidos de fútbol y las bandas de música modernas o leer el último bestseller. Son totalmente británicos. Sin embargo, en sus casas, usan ropa tradicional musulmana, tratan a sus mayores con respeto y rezan a diario. Una gran mayoría logra equilibrar estas diferentes culturas. Hay matrimonios interraciales en Beeston. Niños blancos y asiáticos son grandes amigos. Pero cuando se trata de temas políticos como Irak y creencias religiosas que compiten y muchas veces son más radicales que las creencias de sus padres, estas tensiones se hacen más importantes.
Son esas tensiones las que supuestamente terminaron con el matrimonio de Mohammed Sidique Khan y su esposa Hasina el año pasado. Es en este tema, dicen Arif y Shaf, que muchos padres fallan en darles a los jóvenes musulmanes la libertad de expresarse abiertamente o tomar roles activos políticos o religiosos en sus comunidades. Es en este tema donde las vidas paralelas se convierten en vidas secretas; donde padres, amigos e imanes pierden control e influencia. Es en parte la razón por la que hombres jóvenes como Hasib Mir Hussain o Shahzad Tanweer tienen una sensación explosiva de enojo. El padre de Tanweer, Mumtaz, que era un policía comunitario, era un pilar de la comunidad local. Mientras su cambio hacia el islamismo duro fue detectado por amigos y familia, su adherencia a la “jihadi”, la causa violenta de terroristas no lo fue.
“No hay imanes fanáticos que predican el odio”, dice Shaf. “No es la norma. Por eso lo que ocurrió es tan increíble.” Arif explica: “Desde muy chicos, tenemos dos culturas contrapuestas. De lunes a viernes, somos británicos asiáticos, pero después del colegio, se espera que automáticamente apaguemos nuestra parte occidental y nos convirtamos en un musulmán para luego ir a la mezquita. Desde muy chicos, vivimos dos vidas paralelas, dos vidas muy diferentes que hay que equilibrar”.
Aún ahora, pocos vecinos discutirán abiertamente lo que cada uno de los terroristas hizo o dejó de hacer. Arif conocía a uno de ellos, pero se niega a dar su nombre. “Nunca hablo mal de los que ya no están”, dijo. “Lo conocía desde hacía 18 años. Nunca pensé que tenía una inclinación de este tipo. Era el tipo de persona que cuidaría al hijo, hermano, hermana o hija de alguien. No era un vigilante, pero cuidaba a todos. No puedo entenderlo. Estamos perdidos.”

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Ximena Federman.

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