EL MUNDO › OPINION
› Por Claudio Uriarte
En 1990, en lo que posiblemente fue el fallido que más espectacularmente le costó sus aspiraciones presidenciales, el candidato Mario Vargas Llosa se sacó de encima una pregunta sobre su ascendente rival Alberto Fujimori con la frase: “Quién es ese chinito...”. Al día siguiente, el “chinito” apareció en un barrio pobre ataviado en uno de sus típicos disfraces andinos para proclamar a voz en cuello: “¡Sí, señor; yo soy el candidato de los chinitos, y de los cholitos!”.
Desmerecer en público a una de las principales minorías del Perú (la de los descendientes de chinos y japoneses), y encima por boca de alguien que hablaba un castellano sazonado de gallego y de francés, no fue una buena idea. Esa incapacidad de clase de comunicar con el Perú profundo resultó funcional a la estrategia del por entonces desconocido Fujimori de sumar a su favor el voto de los pobres de la sierra y de la selva, de convertirse en “la voz de los que no tienen voz”. El resto ya se sabe: Fujimori ganó las elecciones de modo fulminante, y el apoyo que consiguió entre los militares y una población harta de la violencia de Sendero Luminoso le bastó poco después para disolver el Congreso, lanzar una feroz campaña de exterminio antiguerrillero y seguir en el mando por 10 años.
En 2006, el fantasma de Fujimori planea sobre las elecciones de hoy, pero no a través de las dos insignificantes candidaturas que enarbolan su legado (las de su hija Keiko y de la ex congresista Martha Chávez), sino, por vía de reflejo indirecto, mediante la cerrada campaña que el establishment ha protagonizado contra el candidato nacionalista Ollanta Humala. No es que Humala sea un Fujimori en potencia, sino que aparecer como el héroe de los pobres frente a una señora burguesa como Lourdes Flores y a un ex presidente (Alan García) que dejó al país con un 7000 por ciento de inflación, definitivamente paga. Por la mayor parte del año pasado, las encuestas (intrínsecamente defectuosas, ya que la mayoría cubren sólo Lima y otras pocas ciudades) venían señalando un sostenido liderazgo de la candidatura de Lourdes. Pero en las últimas semanas, el viento cambió de dirección y casi todas las veletas demoscópicas empezaron a apuntar a favor de Humala. Desde entonces, los medios más importantes se encarnizaron con el candidato insurgente, llegando a dejar sin trabajo a un periodista televisivo de investigación de primera línea (César Hildebrandt) por haberse atrevido a entrevistar al maldito y estar preparando un programa donde mostraba que testimonios filmados de campesinos acusando a Humala de violaciones a los derechos humanos en 1994, la época en que había sido jefe de un batallón antisenderista en el Alto Huallaga, eran un montaje. De pronto se empezó a bajar la consigna, incluso por parte del presidente Alejandro Toledo (quien al hacerlo violó la Constitución), de que no había que votar a Humala. Pero esa resistencia produjo el efecto contrario al deseado: la gente, que no aprecia ser tutelada, empezó a sentir curiosidad por Ollanta. Y, en el paroxismo de las contradicciones, las campañas de sus rivales Flores y García cerraron de modo surrealista esta semana con sendos actos dedicados en la primera mitad a una especie de mutua destrucción asegurada y en la segunda a apuntar a Humala, mientras éste consolidaba su liderazgo.
Gran parte de la campaña de Ollanta corrió a cuenta de las acusaciones de sus adversarios. Las violaciones a los derechos humanos eran moneda corriente en la guerra sucia entre el ejército y Sendero Luminoso, y, de todos modos, gran parte de los campesinos apoyaba al ejército. Tener fama de “mano dura” ayuda en Perú. En todo caso, Humala se ofreció a ir con la televisión al Alto Huallaga para recoger los verdaderos testimonios de los campesinos y ningún medio recogió el guante. Las acusaciones de “fujimorismo” resultaban claramente absurdas contra el hombre que se había proyectado a la política con un fallido golpe de Estado contra Fujimori en 2000 (aunque también le inventaron que el golpe había sido una pura cortina de humo para facilitar la fuga de Vladimiro Montesinos). Incluso los desplantes de su excéntrica familia, con declaraciones de sus hermanos a favor del fusilamiento de los homosexuales y los violadores, le jugaron a favor en el Perú profundo y machista. Y lo que sí hizo Humala, como liderar a la gente pobre que tanto conoce, produjo otro efecto paradójico en las campañas de sus adversarios, que de repente tuvieron que descubrir al Perú pobre y correr poco convincentemente a visitar villas miseria y pueblos del interior donde nunca habían estado.
Es temprano aún para saber cómo sería un presidente Humala. De momento, alienta la esperanza de la incorporación al sistema político de campesinos e indígenas que nunca estuvieron en él (un poco como Evo Morales en Bolivia). El resto será cuestión de esperar y ver.
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