Las elecciones de hoy y mañana en Italia constituyen en realidad un plebiscito sobre el primer ministro Silvio Berlusconi. Y en ese plebiscito, el monopólico Cavaliere se lo juega todo.
No hay nombres inscriptos en las boletas de votación que los italianos marcarán hoy, aparte de aquellos de los partidos –40 en total– que luchan por dirigir el país. Pero nadie tiene dudas de que éste es el día del juicio sobre una persona: el primer ministro, Silvio Berlusconi. La elección continúa mañana, y no mucho después de que se cierren los centros de votación a las tres de la tarde estará claro si el hombre más rico de Italia gana un nuevo mandato o pierde todo: el poder y prestigio del alto cargo, su control monopólico de la televisión italiana y, cabe la posibilidad, su libertad.
La mayoría de los primeros ministros que consideran una derrota electoral probablemente piensan en una mudanza, escribir sus memorias, pasar tiempo con su familia, la tarea de recuperar el poder algunos años más adelante. Pero el lenguaje corporal de Berlusconi en los días pasados, mientras atacaba ferozmente a sus enemigos y hablaba abiertamente de una posible derrota, delató a un hombre que, a los 69 años, sabe que tiene todo para ganar –o todo para perder–. Si gana, consolidará su poder y se moverá para protegerse permanentemente de la ley. Ha jurado que destruirá a los jueces que han estado detrás suyo por más de una década. El sistema judicial de Italia está abrumadoramente sobrecargado, bajo de fondos y aquejado por una cultura burocrática, lo que hace difícil o imposible para el ciudadano común obtener justicia rápidamente. Pero tiene un sistema de fiscalía que disfruta de una notable libertad del control político, y un combativo sentido de la importancia de su independencia. Una de las prioridades de Berlusconi, si es que vuelve, será castrar a esos problemáticos fiscales.
Una de las razones por las que Berlusconi hizo tan poco para proceder a una reforma sustancial en Italia en los últimos cinco años es que ha dedicado la mayor parte de su energía política a lograr la aprobación de leyes para su propia protección: permitir que los juicios sean transferidos a jueces más indulgentes; darse inmunidad frente a una acción judicial, proteger su imperio mediático de ataques antimonopólicos, e impedir cuestionamientos por “conflicto de intereses” a su posición como magnate de los medios y primer ministro. Ha aprobado estas leyes ad personam sin que pareciera consciente de que estaba utilizando el Parlamento de forma indecente: para Silvio Berlusconi, l’etat c’est moi (“el Estado soy yo”).
Tal como deja claro su violenta retórica de días recientes, ya no es capaz de ver ninguna diferencia entre sus propios intereses y los de su nación. Quienquiera (como los fiscales de Milán) que esté en su contra es un subversivo en contra de Italia. “Berlusconi –escribió un ex editor– parece dedicado a la tarea de hacer de toda su nación parte de su clan.” Aún hace reír a los extranjeros, pero éstas son algunas de las razones por las cuales hoy en día hace a muchos italianos temblar de miedo.
Si pierde, sin embargo, sus opciones serán más limitadas. Ha dejado claro que no tiene ninguna intención de exiliarse o dejar la política. Si Forza Italia es nuevamente el partido predominante del centroderecha, como casi seguro será, insistirá en ser líder de la oposición, y no le dará un momento de descanso al nuevo gobierno. Si el centroizquierda gana de modo poco convincente, contará los días hasta que sus contradicciones internas –es una coalición totalmente heterogénea– comiencen a hacer que se desarme. A través de sus bienes mediáticos arengará ferozmente al gobierno e intentará fomentar protestas masivas contra cualquier asalto a su concentración de poder mediático. Es un experto en ello. Cuando en 1984, durante sus primeros años como magnate de los medios, los jueces intentaron cerrar su red televisiva nacional, que operaba en un vacío legal, los evitó tomando un atajo. Sacando del aire programas muy populares como Dallas y General Hospital de las pantallas, dio la impresión que esto era culpa de los jueces, provocando una inundación de furiosos llamados telefónicos. Años más tarde impulsó a sus televidentes a protestas masivas contra un plan gubernamental para prohibir las “telepromociones”, la publicidad de productos dentro de un programa de entretenimiento o un talk show, que le hacían ganar millones por año.
Berlusconi tiene un profundo entendimiento del valor del poder político. Cuando decidió, contra el consejo de sus asesores más cercanos, entrar a la política en 1993, se empezaron a apilar casos criminales en su contra. Su imperio estaba dramáticamente en deuda y enfrentaba la amenaza de la bancarrota. Apenas dos meses después de decirles a los televidentes de sus tres canales televisivos, en un discurso largo y cuasipresidencial, de su plan de scendere in campo, de descender al campo de la política, era primer ministro. Repentinamente, toda la maquinaria –política, judicial y económica– que había amenazado con destruirlo estaba en sus manos.
Sólo siete meses después, su coalición colapsó luego de que un aliado clave se rebelara contra su estilo autocrático. En los seis años siguientes de gobierno de centroizquierda, Berlusconi podría haber enfrentado el desmantelamiento de su imperio y la desgracia ante los tribunales. Por suerte para él, sus adversarios de izquierda creyeron arrogantemente que estaba acabado. Entonces, en cambio, lo trataron como un compañero y aprobaron una ley que tenía el efecto de prolongar los juicios –dándole una mejor chance de anular los casos en su contra por el estatuto de limitaciones (y muchos de ellos lo fueron)–. Teniendo lo que ellos consideraban como “cosas más importantes que hacer”, el centroizquierda no se molestó en promulgar una ley para impedir que un magnate monopólico de los medios regresara al poder. Así fue como, con su imperio intacto, Berlusconi volvió arrasando al poder en las elecciones de 2001, al lograr su coalición de centroderecha una mayoría abrumadora.
Massimo D’Alema, el ex primer ministro culpado de no tomar acciones para atar de pies y manos a Berlusconi en los ’90, ha jurado no cometer el mismo error la próxima vez. Presidente de los Demócratas de Izquierda, el mayor partido de oposición, D’Alema ha prometido que, si es elegido, el centroizquierda bajo Romano Prodi aprobará una ley que requiera al primer ministro poner sus intereses comerciales en una administración independiente, como se hace en Estados Unidos. “No queremos venganza –dijo– y no queremos destruir nada, menos aún (la compañía de TV de Berlusconi), Mediaset... Pero (el monopolio de Berlusconi) es una anomalía democrática que uno no puede encontrar en ningún otro país del mundo.” Aunque no está en su plataforma electoral, el centroizquierda también está determinada a abolir la última reforma legal de Berlusconi, que reduce a la mitad el tiempo permitido a los casos de criminales de “cuello blanco” a negociar en los tres niveles del sistema legal antes de que sus casos sean anulados por el estatuto de limitaciones. Si un gobierno de centroizquierda se mantiene suficientemente unido para aprobar estas medidas, Berlusconi perderá toda opinión en el contenido de los canales de televisión de Mediaset y sus diarios.
No sólo eso: los dos casos ante las cortes, en los que Berlusconi está acusado de corrupción y otros delitos, podría ser llevado hasta la máxima corte de apelación. Y entonces el hombre que hoy es todavía el primer ministro de Italia, junto con sus asociados cercanos Marcello dell’Utri (sentenciado a nueve años de prisión por delitos mafiosos, en apelación), y Cesare Previti (cinco años por corrupción, en apelación), podría terminar realmente entre rejas.
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