EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’donnell
“No creas nada de lo que escuchas ni la mitad de lo que ves”, solía aconsejar Lou Reed. Mi amigo Alberto me manda por e-mail unas imágenes de niños rodeando a milicianos de Hezbolá. “Mirá cómo los usan de escudos”, me escribe. Más abajo, dos imágenes: una de un muerto en un edificio derrumbado en Beirut, otra en la que el muerto se levanta y camina.
En Londres mucha gente no cree que pasó lo que su gobierno dice que pasó. O sea, que 10 aviones estuvieron a punto de estallar en el aire en medio del Atlántico por obra de terroristas con explosivos líquidos, contactos tenebrosos y financiamiento internacional.
La opinión pública está dividida. Resulta que Tony Blair viene de perder por paliza su última elección y su popularidad anda por el piso, igual que la de George W. Bush, que enfrenta elecciones en noviembre. La historia de los terroristas les viene bien, porque la principal crítica que reciben es que se la pasan buscando terroristas pero nunca los encuentran. Los aviones estallan como cañitas voladoras y caen en medio del océano. Aeropuertos ingleses, aerolíneas americanas. Caen pero no caen. Hay muertes pero no hay muertes. Hay héroes, pero el peligro es virtual. Hay presos. Hay planes. El mundo se paraliza porque casi se paraliza. El terror del terrorismo es real, aunque la situación imaginada nunca ocurrió. Entonces queda el político de cara a su pueblo, al pueblo que lo eligió, y le dice su verdad, que es la única verdad posible porque él maneja la totalidad de la información disponible y sabe qué es lo que se puede decir sin pecar de imprudente. Aquel líder, que hasta entonces parecía desgastado, se transforma en un viejo zorro. Enfrenta la amenaza, recobra fuerzas, se reencuentra con su electorado y prosigue su marcha triunfal. Se agranda el enemigo, se agranda la amenaza, se agranda la figura de papá.
Lo que pasa es lo que pasa cuando no creemos. La mentira de Irak no fue fácil de digerir para el pueblo que le dio a Churchill su sangre, sudor y lágrimas.
El asunto de los explosivos líquidos tiene mucho gancho, es impactante. Me hace acordar al ántrax. Existió, pero no existió. En Estados Unidos hubo gente que murió infectada, pero nunca se supo bien qué clase de “terrorista” andaba detrás del asunto. Acá en la Argentina hubo un caso de ántrax que causó una ola de pánico que le vino muy bien al tambaleante gobierno de Fernando de la Rúa, que no dudó en aprovechar la coyuntura. Se alineó en la primera fila de la guerra contra el Eje del Mal, junto a las potencias occidentales que concedían blindajes financieros a países emergentes que hacían los deberes bien. Pero el ántrax resultó trucho y al blindaje se lo fumaron en pipa.
Me parece que la guerra en el Líbano es real, por más que mi amigo Alberto se resista a creerlo. Lo de Londres, en cambio, pasó pero no pasó. Al menos no todavía.
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