Dom 17.12.2006

EL MUNDO  › AUNQUE EL DOLOR PERDURA EN EL BARRIO QUE MAS COMBATIO LA DICTADURA CHILENA

La Victoria festejó la muerte del tirano

La procesión, con aires de carnaval, arrancó en el momento mismo en que se difundió la noticia tan esperada. Las banderas rojas salieron al balcón, los mártires recordados y Vladimir Castro, que sobrevivió a pesar de su nombre, ya sueña con un Chile más justo.

› Por Cristian Alarcón

Desde Santiago

El partido del Colo-Colo mantiene a la población La Victoria encendida. Desde el domingo el clima de fiesta se puede sentir. A partir de las dos de la tarde del último fin de semana el alivio y la euforia, la tristeza de los muertos de la dictadura mezclada con la alegría por un futuro sin Pinochet, los tiene a sus vecinos y vecinas como prendidos. “Más contento que si me hubiera sacao la polla”, dice el hombre, balanceándose sobre el mostrador de almacén. Ganarse la lotería no sería nada al lado de la noticia que corrió por el barrio a los gritos. “A mí no me alcanza con que muera, ¡yo quiero que sufra en el más allá!”, dice con la voz finita un hombre que sale en un taxi colectivo hacia San Joaquín, donde los festejos duraron hasta el martes. “Abrimos un vinito”, cuenta tímido Vladimir Castro, un sobreviviente de su nombre propio. De a poco, al caminar por el barrio que más combatió contra la dictadura de Augusto Pinochet Ugarte, la sensación de triunfo, valga la redundancia, hace olvidar de a poco la sobredosis de pinochetismo tras las fastuosas exequias del dictador.

Porque, ¿es que realmente el Chile de la democracia y la Concertación, sin juicios a los genocidas ni verdad posible para los familiares de las víctimas, se parece a las multitudes de momios que despidieron a Pinochet? ¿Los pobres que aparecieron en la televisión llorando al dictador son un ejemplo de cómo también en los territorios avanza el discurso de la extrema derecha? ¿Cómo fue el festejo de los que conocen la pelea callejera cuerpo a cuerpo contra “el régimen”? Por suerte el barrio tiene su propia memoria moderna. Y en la calle Las Estrellas funciona hace ya diez años Señal 3, el canal de televisión de La Victoria. Y en la pantalla de esta semana se despliegan una y otra vez las imágenes del “carnaval”, como le dicen los chilenos a esa jornada de frenesí político, dolorosa y festiva al mismo tiempo, porque, es cierto, son ambiguas las sensaciones sobre el fin del “desgraciao”, se nota en el barrio.

La de La Victoria fue la más masiva y ruidosa de las manifestaciones que el domingo se fueron encendiendo a lo largo de todo Chile. Su historia es la de una marcha. Comenzó así, cuando en 1957, el 30 de octubre, un gentío silencioso se coló justo antes del amanecer en la chacra La Feria. Eran 3200, la mitad niños y niñas. El diario La Tercera tituló al día siguiente de “la toma”: “Sitiados por hambre y sed”. Venían de un incendio: el 23 el fuego había arrasado con los 130 ranchos de la población “El Caramelo”. Estaban desesperados. La Iglesia les dio un guiño. Y la opinión pública les jugó a favor. Todos los candidatos a la presidencia fueron a visitarlos esa semana fundacional: Jorge Alessandri, Eduardo Frei Montalba, Luis Bossay y Salvador Allende. Fue al lado del médico socialista donde se apostó el barrio. Y siguió marchando hasta que el 11 de noviembre del ’70 hicieron honor a su nombre. Nadie olvida la fiesta de todas las fiestas, el triunfo de la Unidad Popular.

La del domingo empezó con el anuncio de la TV. El rumor no duró mucho. Corrió con el volumen de las teles que se fueron prendiendo todas al mismo tiempo, acallando la cumbia, la letra joven del hip hop que acuna al barrio en reemplazo de Víctor Jara y Quilapayún, hasta las peleas de las viejas y los combates de los pibes de la Pasta Base. Todo le dio paso al festival. Cristian Valdivia y su amigo Manolo, a cargo del Señal 3, salieron a la calle para grabar el día histórico. Pronto el caos de los abrazos y los gritos se organizó. Una mujer de pelo corto y patrona de su hogar, que parecía nacida poco antes del golpe militar, tomó un altoparlante para darle voz, letra y entusiasmo a los miles de victorianos. “No más tortura. ¡Vamos a festejar vecinos la muerte del asesino! Porque nos hizo mucho daño. ¡Vamos a brindar!”, se escuchó. Y aparecieron los bombos y los platillos. La batucada ganó el centro de la multitud, y pronto, los más chicos se largaron a saltar. “¡El que no salta es Pinochet! ¡El que no salta es Pinochet!”

Si en cada casa de La Victoria faltara alguna bandera es posible que el horizonte chileno no fuera el de hoy. Las venían guardando, celosos, desde hace demasiado tiempo. Algunas de las rojas, juran, son las mismas que saludaban a Allende. “Ahora, compañeros, vecinos, vamos a festejar cantando esta canción que nuestros compañeros muertos cantaban con nosotros”, dice la mujer por el megáfono. Lo usa con una pericia extraordinaria. “De pie cantar/ que vamos a triunfar/ avanzan ya banderas de unidad/ y tú vendrás marchando junto a mí/ y así veras tu canto y tu bandera/ florecer la luz/ de un rojo amanecer/ anuncia ya la vida que vendrá. El pueblo ¡Unido! ¡Jamás será vencido!”, cantan todos, incluidos los pibes del hip hop. En La Legua, otra de las poblaciones emblemáticas de la lucha contra Pinochet, la banda más popular se llama La Leguayork, y en uno de sus temas “picuntos” Allende aparece de fondo dando el discurso final, antes de que Pinochet dijera aquello de: “Muerto el perro, se acabó la leva”. En La Legua el festejo también fue un carnaval.

“¡Es el carnaval! ¡Se murió el criminal!”, canta y salta La Victoria por la calle 30 de octubre. Los negocios están abiertos, todos. Venden más que de costumbre. Todos apuran el bolsillo para comprar con qué brindar. Hasta los dealers venden más. El barrio tiene las paredes llenas de murales que hablan de dos muertes. Las de la dictadura y las de la Pasta Base. “La peor muerte es lenta y silenciosa”, dice un cartel. Durante el 2005 hubo 16 suicidios de adolescentes sólo en esta población de 3172 casas en las que viven hacinados unos 46 mil habitantes.

–¡Por los ejecutados, y por los detenidos desaparecidos! –dice la mujer del megáfono.

–¡Presente! –le responde la muchedumbre engolosinada con el festejo.

–¿Quién los mató?

–¡El fascismo!

–¡A todos los que fueron asesinados por esas balas locas que llegaron a nuestra población!

–¡Presentes!

–¡Compañero André Jarlan!

–¡Presente!

–¡Juventud y gloria!

–¡La Victoria!

Cristian Valdivia conoció bien al padre André Jarlan. Vivían casi enfrente. Valdivia había militado durante casi toda la dictadura en los grupos juveniles del barrio y el cura fue durante un año y medio uno de los motores de la protesta contra Pinochet que se cocinaba en las barriadas. Valdivia camina por La Victoria hasta un parque memorial, donde en una placa se da cuenta de los caídos durante la dictadura. Por un lado los ejecutados del día del golpe. Luego los detenidos desaparecidos del ’73 y el ’76. Por otro, los siete muertos durante las batallas callejeras entre el ’83 y el ’86. Entre ellos está André Jarlan, quien leía la Biblia sentado a la mesa cuando lo alcanzó la bala disparada por un carabinero. Es una plaza chica, de árboles petisos, bajo los que un grupo de hombres juega al ajedrez y varios colegiales se dan besos y se tocan. “En esa época –cuenta Valdivia– para que no entren las micros de los pacos hacíamos unas zanjas de medio metro, donde quedaban enterrados. Pasamos de los miguelitos a unos fierros con forma de V porque ellos aprendieron y le pusieron una protección a las ruedas.”

A dos cuadras del memorial está la casa de doña Elsa y es allí donde la multitud se detiene para invitarla a festejar. Su marido, líder sindical de la construcción y militante del PC, se iba a encontrar con dos amigos en una cita clandestina en pleno agosto del ’76. Los detuvieron a los tres. “Mi hermana tiene un documento, un testigo que dice que lo vieron en la Villa Grimaldi. Un compañero que salió en libertad dijo que lo tenían colgado, flagelándolo”, cuenta don Vladimir Castro.

En la declaración del testigo se lee que lo vieron en ese centro clandestino de detención junto a otros que tampoco aparecieron jamás. La mujer del altoparlante se lo pasa a doña Elsa, que alcanza a decir con la voz apenas elevada: “Bueno, yo estoy contenta pero no mucho, porque él no pagó el castigo que merecía. La muerte lo ha favorecido. Ahora todos los que quedaron atrás de él deben rendir cuentas. Hace treinta años que mis tres hijos y yo sufrimos por una herida que tenemos para siempre porque no lo pudimos enterrar, hasta que no nos den aunque sea un huesito de él no vamos a dejar de luchar”. El carnaval escucha atento y hace redoblar los tambores.

Vladimir Castro está en los setenta. Mira profundo con unos lentes gruesos que parecen servir de poco. Lleva un delantal de trabajo oscurecido por el metal. Piensa en un Chile sin Pinochet y se sonríe de solo imaginarlo. “Yo digo que por lo menos es un alivio. De que ya se fue. Ese viejo era un estorbo porque era un rey. Nadie podía pagar porque él no pagaba. A pesar de que eso no borró todo porque ahora quedaron los cómplices... Ahora sus secuaces quedan más al garete. ¿Sabe qué? El domingo esto estaba lleno de gente, hasta con serpentinas. Era un gran festejo porque ésta es una población con la que se ensañó el perro. A La Victoria y La Legua las querían bombardear cuando ellos tenían el poder.”

María, Marcela e Ismael cargan bártulos y a una niña en el colectivo taxi que alcanza al metro. Van a San Joaquín. Son fundadores de La Victoria. Por eso festejaron a rabiar. “Cómo no nos vamos a alegrar, si acá durante años y años venían, arrasaban con las casas, nos llevaban a todos al estadio más cercano, el Ferro, nos pegaban, nos tenían de güata en el suelo, y algunos nunca aparecían”, dice Isabel. “Cuando se sufrió así, cuando estuviste tanto en la mira, pensando que mañana el tirano te iba a mandar a matar, su muerte es la mejor alegría.”

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