Dom 17.12.2006

EL MUNDO  › ESCENARIO

Pinochet merecía otro final

› Por Santiago O’Donnell

La muerte de Pinochet, icono universal del tirano sanguinario, estuvo cargada de símbolos que dieron la vuelta al mundo.

La noche de furia en las calles de Santiago tras el anuncio del fallecimiento el domingo pasado, que reeditó el clásico estudiantes versus carabineros, molotovs versus cañones de agua.

El cortejo con Pinochet, de uniforme de gala, paseándose en carroza por las calles de Santiago.

El escupitajo de Francisco, el nieto del general Prats, en la cara de Pinochet para reivindicar la historia de su abuelo.

Los jóvenes pinochetistas haciendo el saludo nazi sobre el cadáver del dictador.

El homenaje a Allende frente al Palacio La Moneda, con la foto gigante del Chicho presidiendo una fiesta regada de música de Víctor Jara.

El discurso de Pinochetito reivindicando la dictadura en el entierro de su abuelo.

El vestido negro que eligió lucir Michelle Bachelet el día que enterraron a Pinochet.

La invocación que hizo al día siguiente a la memoria de su padre, el general Alberto Bachelet, apresado como ella tras el golpe del ’73, torturado como ella en cárceles pinochetistas, que murió de un ataque al corazón sin recobrar la libertad.

Miramos con los ojos que tenemos y desde acá nos cuesta entender tanto homenaje, tanto uniforme de gala, tanto luto. Que Bachelet tenga que justificar por qué no fue al funeral y por qué no le permitió un funeral de jefe de Estado, en vez de justificar por qué le prestó la Escuela Militar y mandó a su ministra de Defensa para decorar la pomposa puesta en escena de las hienas de doña Lucía.

Al mundo también le cuesta entender. Los corresponsales extranjeros fueron el blanco de los abucheos en el funeral, como si fueran los malos de la película. En Chile los principales diarios y noticieros todavía no lo llaman “ex dictador”, no lo llaman “asesino”, no lo llaman “corrupto”.

Pinochet tuvo el funeral que tuvo porque Bachelet lo pactó con el sucesor de Pinochet, el general Juan Emilio Cheyre, siendo ella ministra de Defensa de Lagos y él comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Bachelet y el sucesor de Chayre, Oscar Izurieta, respetaron ese pacto: funeral militar con todos los honores a cambio de subordinación a la decisión del gobierno de no ir más allá.

Cheyre fue el primer comandante en jefe de la democracia chilena y durante el gobierno de Patricio Aylwin sentó las bases de la llamada “doctrina Cheyre”, según la cual el ejército rompió formalmente con el pinochetismo bajo la consigna de que no es la función de las fuerzas armadas opinar sobre lo hecho por gobiernos anteriores.

Dieciséis años después queda claro que ese pacto no impidió que los militares responsables por miles de asesinatos se refugiaran en un cono de silencio, una ley de amnistía de la dictadura y el andamiaje legal construido por el pinochetismo para no pagar por sus crímenes, salvo excepciones, al menos hasta ahora.

Chile no es Argentina. No hay que olvidar que recuperó la democracia siete años después, pero con Constitución pinochetista y el dictador atornillado a su sillón de senador vitalicio.

Para gran parte de la opinión pública chilena, el manejo que hizo la presidenta de la situación provocada por la muerte del dictador estuvo bien.

“Bachelet se fortaleció ante la opinión pública porque se puso por encima de todos, permitió dos manifestaciones simultáneas, con los pinochetistas en un barrio alto y adinerado y los allendistas en el corazón de la ciudad. Los jefes militares también ganaron puntos. Organizaron el funeral, echaron al nieto de Pinochet del ejército por dar un discurso político no autorizado y al otro día no dudaron en echar a un general por lo mismo, algo inédito desde el retorno a la democracia. Además reafirmaron su apego al gobierno democrático rodeando y protegiendo con sus figuras a la ministra de Defensa durante el funeral, y mostrándose junto a Bachelet al día siguiente en La Moneda, cuando la presidenta enfrentó a los medios por primera vez desde la muerte del dictador”, analizó el sociólogo Eugenio Tironi, jefe de prensa durante el gobierno de Patricio Aylwin, en diálogo telefónico con Página/12.

Está bien. Tiene su lógica. ¿Pero era necesario que se vistiera negro?

“Yo creo que hizo lo correcto porque es una manera de respetar la decisión de las Fuerzas Armadas de velar a su comandante en jefe. Sobre Pinochet pesaba una condena moral pero no legal y en Chile somos extremadamente legalistas. En la Argentina cruzás la calle por la senda peatonal y los autos te atropellan”, grafica José Zalaquett, profesor titular de la cátedra de Derechos Humanos en la Universidad de Chile, integrante de la Comisión de la Verdad de 1998 y miembro de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIHD).

Zalaquett aconseja no dejarse llevar por la simbología del funeral y destacó que Chile no le va en zaga a la Argentina en materia de derechos humanos y que en todo caso sigue un camino más predecible.

“En los casos de derechos humanos la Justicia chilena ha avanzado y se ha frenado, pero nunca hubo retrocesos. A diferencia de Argentina y Uruguay, durante los gobiernos democráticos no se aprobaron leyes de Caducidad, ni de Punto Final ni de Obediencia Debida ni indultos a los jefes militares. El jefe de Inteligencia de Pinochet, Manuel Contreras, fue encarcelado y otros altos jefes fueron juzgados o procesados. Actualmente hay aproximadamente 50 militares sirviendo sentencias o con sentencias cumplidas. A diferencia de la Argentina, donde las estimaciones de los desaparecidos oscilan entre los 30.000 y 9.000, en Chile no hay disputas sobre las cifras. El número de asesinatos cometidos por el gobierno de Pinochet que publican los diarios de derecha y las principales organizaciones de derechos humanos sólo varían en un 5 por ciento. La Comisión de la Verdad que integré registró unos 3500 asesinatos, incluyendo unos dos mil casos donde los restos fueron devueltos a los familiares y otros 1400 que permanecen desaparecidos. Dos años más tarde otra Comisión de la Verdad sobre tortura y trato de prisioneros políticos registró unos 37.000 casos de detenciones ilegales y pudo establecer que la tortura era una práctica generalizada. Hubo muchos más casos, pero ésos fueron los que se denunciaron. Los familiares de las víctimas recibieron una compensación del Estado, lo mismo que aquellas personas que se tuvieron que exiliar y quienes perdieron sus empleos públicos por razones políticas después del golpe del ’73. La verdad, al menos la parte fundamental, se conoce y la condena moral existe. Pero la Justicia es lenta y Pinochet supo cubrir su huellas”, explicó el profesor desde Santiago.

“Bachelet no podía hacer otra cosa. No podemos rebajarnos al nivel de los que festejaron con champagne cuando murió Allende”, concluyó el jurista.

El argumento suena razonable, civilizado, republicano y garantista, pero no repara la injusticia. Pinochet merecía otro final.

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