Era imposible por los siglos de los siglos, pero terminó pasando: el cuadro del IRA McGuinness y el histórico paramilitar, reaccionario y violento reverendo Paisley formaron un gobierno en el Ulster. Un quiebre inédito en la blindada historia de Irlanda.
› Por Sergio Kiernan
Millones de viejas tumbas, protestantes y católicas, se deben estar dando vuelta. Son los abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y ancestros remotos de Irlanda, a los que esta semana les llegó una noticia increíble: la provincia “perdida”, el Ulster irredento, pasó a ser gobernado por el reverendo Ian Paisley y por Martin McGuinness. En el palacio de Stormont, construido en Belfast para que la colonia fuera regida por protestantes británicos, hablan ahora el líder de los paramilitares unionistas y un cuadro histórico del IRA. No sólo hablan sino que encabezan un gabinete con tres ex guerrilleros y varios sospechosos de defender armas en mano la versión local del apartheid. El conflicto irlandés, viejo de siete siglos, tal vez no esté solucionado por siempre jamás, pero entró esta semana en una etapa que nadie en su sano juicio hubiera anticipado. En criollo, es un gobierno de un Astiz y un Santucho. De tan surrealista, hasta puede dar resultado.
Para entender la ruptura que representa este gobierno Paisley-McGuinness, hay que entrar en el campo minado que es la historia irlandesa, esa que el refrán define como algo que “los ingleses deberían recordar y los irlandeses olvidar”. El cuento empieza en la Edad Media, cuando el ir y venir de invasiones mutuas comienza a tener una identidad inglesa. Para los tiempos de la primera Isabel, Irlanda ya era un “problema”: los ingleses se sostenían a espadazos en la costa, negociaban y reprimían, hacían la guerra y comerciaban con esas bandas incomprensibles de irlandeses. Pero ya quedaba claro que la gran ventaja inglesa, la temprana organización de un gobierno estable y centralizado, hacía cuestión de tiempo ganarse la isla. Irlanda, que hace un milenio era un oasis de conocimiento y artes en una Europa barbarizada, nunca pudo unificarse ni mucho menos crear algo como un Estado. Londres sabía que así como ya se había tragado Gales y estaba erosionando Escocia, Irlanda sería suya.
El problema de ocupar países fragmentados políticamente –como Irak– es que no saben cuándo rendirse. La historia de los ingleses en Irlanda nunca llegó a ser una de absorción ni de integración, como lograron hacerlo en la isla mayor, donde escoceses y galeses se transformaron más o menos en británicos (con vueltas y autonomías, pero en serio). Los irlandeses siempre fueron irlandeses, de lealtad dudosa a la corona y maníaca al catolicismo, transformado en seña de identidad nacional. Enrique VIII, el de las muchas esposas, comenzó una política de reemplazo de población y de cero tolerancia a las rebeliones, continuada por el republicano Cromwell y por los Carlos, medios bobos pero dispuestos a derramar sangre. Este proceso de ocupación terminó con un curioso nombre, “Plantación”, y fue más que cruel. Las tierras se ocupaban con ingleses y escoceses de toda laya y condición social, pero protestantes, y los antiguos dueños morían, emigraban o pasaban a ser peonada. Así nació el exilio irlandés, que sólo cesó en 1998. El experimento alcanzó su mayor éxito en algunos condados del Norte, donde los que se consideraban británicos llegaron a ser mayoría y donde con el tiempo se radicó la mayoría de las industrias. El resto del país vivió de crisis en crisis, de rebelión en rebelión, y acabó gobernado directamente desde Londres, como una colonia, al perder su Parlamento propio. La inmovilidad política hizo que tomara siglos algo tan simple como darles el voto a los católicos, la inmensa mayoría del país. El hombre que lo logró tiene uno de los monumentos más grandes de Europa y es llamado “El Libertador”, tal fue su hazaña.
A mediados del siglo XIX, Irlanda estaba superpoblada –cinco millones de habitantes en una isla del tamaño de Entre Ríos– en un equilibrio inestable, quebrada políticamente y siempre al borde de la catástrofe social. Fue entonces que un hongo destruyó casi completamente la cosecha de papas del país. Fue el comienzo de la Gran Hambruna. A un siglo y medio de distancia, resulta difícil entender por qué un país entero sufrió una catástrofe indecible por perder una cosecha de un producto. La respuesta es que la papa era, literalmente, lo único que comían los campesinos que vivían en una economía donde lograban alquilar un terreno de veinte por veinte metros para cultivar sus papas y donde el único dinero que se veía era por la venta anual de un chancho. De hecho, del único chancho de la familia. Perder las papas fue perder todo. Murió un millón y medio de personas. Otro millón y medio se fue del país, principalmente a Estados Unidos pero también a Inglaterra, Australia, Argentina y reinos lejanos del Imperio Británico. Irlanda volvió a tener cinco millones de habitantes recién a fines del siglo XX.
Para 1900, la situación era insostenible y la presión política imponía como mínimo que la isla pasara a ser un dominio, como Canadá, con gobierno autónomo. Los “protestantes” –etiqueta inexacta para los irlandeses que se sentían realmente británicos, aunque no todos fueran protestantes– bloquearon sistemáticamente cada una de las leyes, iniciativas y pedidos de autonomía de la isla. Pero Londres ya había aceptado la realidad cuando, en 1914, comenzó la Primera Guerra Mundial y todo fue al todavía no inventado freezer. Dos años después, en plena guerra y con cientos de miles de irlandeses sirviendo en las trincheras con el uniformes del rey, los nacionalistas se alzaron en armas en Dublín. Duraron una semana, estrenaron la tricolor, se inmolaron en una batalla perdida de antemano y proclamaron la república, “en nombre de Dios y las generaciones muertas”. Eran una mezcla rara de poetas, estudiosos del idioma irlandés, sindicalistas fierreros, nobles y proletarios, casi todos pero no todos católicos. El ejército británico los capturó, los juzgó como traidores a la patria en tiempos de guerra y comenzó a fusilar a los líderes. Grave error: Irlanda ama a sus mártires y aunque la abrumadora mayoría del pueblo estaba verde de bronca con los rebeldes, a todo el mundo le cayó torcido que los ingleses los fusilaran. Como escribió Yeats, fue entonces que nació una belleza terrible.
En 1919, ya ganada la guerra, hubo elecciones y los rebeldes, bajo la bandera del partido Sinn Fein, ganaron barriendo a todos los partidos tradicionales, más “políticos”. En lugar de tomar sus bancas en Londres, se reunieron en Dublín, se proclamaron el gobierno legítimo de la República de Irlanda y ordenaron a su brazo armado, el IRA –Ejército Republicano Irlandés–, que comenzara el combate contra el ocupante. Como contaban con un inesperado genio militar en el ministro Michael Collins y como lograron unificar de una vez la fragmentada opinión pública, ganaron la guerra.
Por supuesto que no militarmente, ya que Gran Bretaña era todavía la mayor potencia del mundo. Lo que lograron los rebeldes fue enfrentar a Londres con la opción de ceder o reprimir en serio, con medio millón de soldados tratando de aplastar una resistencia talibana. El gobierno británico cedió, negoció que Irlanda fuera un Estado Libre –ni república, ni provincia, ni dominio– y se cobró la libra de carne: los condados del norte con mayoría protestante seguirían siendo ingleses. Los irlandeses votaron en un plebiscito tragarse la imposición y así nació esa entidad tan rara, Ulster, o más exactamente, Irlanda del Norte. Al sur, en el flamante Estado, hubo una feroz y breve guerra civil. Al Norte, en la nueva colonia, se instauró un apartheid de los duros. Mal que mal, hubo paz. La sigla IRA pasó a ser un sello de duros nostálgicos, vistos como desubicados en un país que se encerró en la pobreza, la censura, el catolicismo preconciliar y la política chica, con la emigración como válvula de escape y la literatura como único destello de originalidad. El espíritu feiniano parecía más vivo en los pubs de Boston que en el viejo país.
Así por medio siglo, hasta que en mayo de 1966 dos protestantes bastante pasados de copas le tiraron una molotov a la tienda de un católico en Belfast. Como estaban bebidos no le acertaron al edificio y la bomba entró por la ventana de la casa vecina, donde vivía una anciana protestante que ya no podía subir las escaleras y siempre dormía en su diminuto living. La bomba le cayó encima, la señora Matilda Gould ardió y gritó. Así, con víctima y victimarios protestantes, comenzaron los “problemas”, la púdica etiqueta con que se bautizó a casi cuarenta años de guerrilla, contrainsurgencia, represión y asesinatos selectivos.
Los condados británicos de Irlanda del Norte se armaron y la violencia explotó, primeros con ataques de protestantes a católicos, luego con fuerzas de autodefensa armada. El anómico y ya marginal IRA perdió el control de los pibes, que se abrieron en una rama “provisional” y el conflicto se aceleró. Londres mandó al ejército, recibido al principio como un factor de estabilidad y, reíte, defensa de los católicos pero que rápidamente degeneró en un actor más en la guerra civil. Lo que en un momento dado tuvo un nivel de legalidad aceptable, en cosa de meses pasó a ser un rincón de Europa con policía brava, torturas, parapoliciales y paramilitares. Martin McGuinness y el actual líder del Sinn Fein Gerry Adams hicieron sus primeras armas y aprendieron a detestar al líder moral y político de los “prods”, el reverendo Ian Paisley, un furibundo predicador de discurso abiertamente racista y provocador, un hábil manipulador de cuanto prejuicio anticatólico haya existido jamás.
La guerra tuvo picos tremendos como el Domingo Sangriento de 1972, cuando los paracaidistas abrieron fuego contra una manifestación de resistencia pacífica que irónicamente buscaba pelearle espacios a las organizaciones armadas. Luego vinieron las huelgas de hambre de Bobby Sands, los interminables atentados feinianos, la “campaña extranjera” con bombas en pubs y subtes londinenses, las incontables “iniciativas” inglesas para controlar el conflicto. Nada parecía funcionar, ni siquiera la constante intervención de Estados Unidos, metido en la pinza de su alianza histórica con Gran Bretaña y sus cuarenta millones de votantes con apellido irlandés. Pero fue tal vez un norteamericano, Bill Clinton, el que logró encontrar el camino. En 1995, pese a las furiosas protestas de Londres, el invitado de honor a la Casa Blanca en el día de San Patricio fue Gerry Adams, notorio líder del frente político del IRA Provisional, el resucitado Sinn Fein. El mismo Adams que doce años después es un factor de poder en Belfast y el que piloteó una de las negociaciones de paz más bravas, difíciles y ricas en sabotajes, escisiones y agachadas en la historia humana. En 1998 se firmaba el acuerdo marco que hoy se puso en acción para formar este peculiar gobierno.
La República de Irlanda es hoy uno de los países más prósperos y vitales del mundo, mucho más que su provincia perdida. Toda la isla es parte de la Unión Europea y a nadie le calienta tanto la religión como antaño. Faltaba, nada menos, que tener iniciativa política para crear algo que abriera las puertas de un proceso mucho más largo y complicado, el de forjar una identidad nueva. Ayudó, y mucho, el cansancio completo con la violencia y la evidencia de que las organizaciones armadas de ambos bandos se dedicaban también a la extorsión y el negocio de la “protección”. Y tal vez se pueda decir que ayudó el ejemplo enorme de Sudáfrica, que de la mano de Nelson Mandela hizo una paz todavía más difícil.
Buenos modelos para seguir y para cumplir con una balada rebelde de vieja alcurnia, la que profetizaba a Irlanda que “guiada por grandes hombres, será otra vez una Nación”.
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