Vie 02.11.2007

EL MUNDO  › ESCENARIO

El fantasma de Tibbets

› Por Santiago O’Donnell

Estuvimos en el picnic que Quincy, Illinois, le dedicó a su hijo pródigo Paul Tibbets, que regresaba después de más de cuarenta años al pueblo del medioeste norteamericano que lo había visto nacer. Tenía 85 años y parecía un viejito bueno, alto y canoso, aquella tarde de julio del 2007. Familias enteras formaban fila a la espera de un autógrafo y un apretón de manos. Desde los parlantes sonaba ese viejo hit de música country de Lee Greenwood: “... estoy orgulloso de ser americano, porque por lo menos aquí sé que soy libre”. Las bandejas de pollo frito y maíz cubrían las largas mesas desplegadas en el salón de fiestas municipal y en la pantalla gigante pasaban un video especialmente preparado por los alumnos de la escuela primaria para homenajear a su héroe de guerra.

Ayer murió Paul Tibbets, el piloto norteamericano que arrojó la bomba atómica sobre Hiroshima desde el avión que bautizó con nombre de su madre, el Enola Gay. Tibbets, esa fría máquina de matar entrenada por el ejército de los Estados Unidos. Tibbets, el asesino de 200.000 japoneses. En el viaje de regreso, después de tirar la bomba “Little Boy” y después de verificar desde el aire que la matanza había sido completada, pidió una almohada y se durmió una siesta. Murió Tibbets, viejo y sordo. Murió después de medio siglo de tirar a la basura miles de cartas de pacifistas del mundo que intentaron hacerle entender su legado siniestro. “Son todos estúpidos o ignorantes, adoctrinados por los comunistas y los revisionistas”, fue su devolución. A diferencia de compañeros de masacre que enloquecieron, intentaron matarse o entraron en un monasterio, Tibbets nunca acusó recibo.

En cientos de reportajes había contestado con suficiencia que no tiene de qué arrepentirse, que sus críticos no entienden el arte de la guerra, que él salvó millones de vidas al terminar de manera tan abrupta la Segunda Guerra Mundial. Esa tarde en Quincy repitió el libreto, arrogante y seguro, pero de a poco fue entrando en confianza. Entonces asomó el monstruo escondido detrás de la máscara de soldado. En dos horas de conversación, no sonrió ni una sola vez.

–¿Qué no le gusta de los Estados Unidos?

–Me molestan las minorías, porque cada vez son más y vienen a ocupar los trabajos de los gentiles, que son las personas que defendieron a este país en las guerras. Se ha perdido el equilibrio y hoy la balanza se inclina en favor de los negros, los mexicanos y los etíopes.

–Los negros también pelearon en las guerras.

–Sí, pero fueron relativamente pocos. Salvo algunas excepciones, los negros son muy difíciles de adiestrar.

–¿Estados Unidos tiene muchos enemigos?

–Siempre tendremos enemigos porque todos nos envidian.

–¿Les teme a estos enemigos?

–Tengo miedo de que aparezcan si bajamos nuestras defensas. Khadafi puede atacarnos, hasta los suizos pueden atacarnos. Somos los pichones de la galería de tiro. Todos quisieran conquistar este país porque tenemos más recursos naturales que cualquier otro, menos Sudáfrica, que tiene mucho uranio... Nunca existirá la paz verdadera. Solamente la paz del miedo. Por eso tenemos que tener el bastón más largo.”

No creía en el Juicio Final, no creía en nada espiritual. Pidió ser enterrado sin ceremonia y sin lápida, sólo con sus fantasmas, paranoico hasta el último suspiro.

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