Dom 04.11.2007

EL MUNDO  › ENTREVISTA CON DANIEL FEIERSTEIN, TITULAR DE LA CATEDRA DE GENOCIDIO DE LA UBA

“La Justicia es discurso de Verdad”

El experto rescata la importancia de los fallos contra los represores Von Wernich y Etchecolatz en la instalación de un discurso acorde con lo que sucedió en los ’70, cuando el conjunto de la sociedad fue blanco de un experimento de transformación social a través del uso de prácticas similares a las utilizadas por el nazismo.

› Por Javier Lorca

“A los efectos de que el derecho instale como discurso de verdad que en la Argentina existió un genocidio, los fallos que condenaron a Etchecolatz y Von Wernich son fundamentales”, dice el sociólogo Daniel Feierstein en esta entrevista. Su libro El genocidio como práctica social, recién publicado por el Fondo de Cultura Económica, realiza un exhaustivo estudio de la noción de genocidio y compara los procesos sufridos por la Alemania nazi y por la Argentina entre 1974 y 1983, bajo el padrinazgo conceptual de Michel Foucault y de Zgmunt Bauman. Del primero, toma la idea de que el poder es productivo, no meramente represivo: así, define el genocidio como un conjunto de prácticas que aniquilan para reorganizar una sociedad. Del segundo toma la idea de que los judíos fueron víctimas del nazismo no sólo por racismo, sino porque su identidad era refractaria a la normalización instaurada por los modernos Estados nacionales. Es decir, por razones políticas. Sobre esa base, Feierstein argumenta que el aniquilamiento de grupos políticos –como en el caso argentino– configura un genocidio.

–¿Cómo se fundamenta y qué implica la denominación de genocidio para analizar la modalidad que asumió el terrorismo de Estado en Argentina?

–La diferencia del concepto de genocidio con respecto a cualquier otro concepto jurídico, incluido el de crimen de lesa humanidad, es que da cuenta de la intención específica, que es la destrucción de un grupo social. Es la única figura del Derecho Penal que no refiere a acciones cometidas contra individuos o sumatorias de individuos, sino a acciones cometidas contra grupos. El sentido central de la utilización del término genocidio es poder comprender que los efectos del aniquilamiento se proyectaron al conjunto de la sociedad, al grupo nacional argentino. Cualquier otro concepto no logra dar cuenta de esa característica, que es central para explicar la experiencia represiva en Argentina.

–¿Por qué compara el caso argentino con el nazismo? ¿Qué continuidades existen entre ambos genocidios?

–El caso del nazismo es paradigmático, por eso uno tiende a comparar con ese caso, porque es el que da origen al concepto de genocidio, más allá de que hubo genocidios previos. Hay un elemento central de coincidencia y varios de divergencia entre las dos experiencias. Llamarlas con el mismo concepto no quiere decir que sean iguales. El elemento de convergencia es que ambos genocidios se proponen una reorganización de la sociedad. El nazismo lo hace en dos niveles. De 1933 a 1939, se propone reorganizar la sociedad alemana: ése es el período más análogo al caso argentino. De 1939-1945, una reorganización a escala continental, el elemento más divergente. Si bien el caso argentino se inscribe dentro de la Doctrina de Seguridad Nacional, que podría pensarse que opera a escala continental, los sentidos de las transformaciones no son análogos. La idea de que la sociedad se puede transformar eliminando a una parte de ella es el elemento que con más fuerza puede plantear una analogía con el caso argentino.

–¿Cuáles son las principales divergencias?

–Los elementos más claramente divergentes son dos. Uno es el papel que jugó el racismo para los nazis, como herramienta fundamental de su práctica y como herramienta –no totalmente– ausente en la experiencia argentina. Y, por otro lado, algo que hace único al nazismo, que es la existencia de campos de exterminio, centros dedicados específicamente a la producción industrial de muerte. Argentina tiene centros clandestinos de detención, el equivalente a lo que fueron en el nazismo los campos de concentración. No tuvo, como ninguna otra experiencia histórica, campos de exterminio.

–¿Qué similitudes hay en la construcción de las víctimas de uno y otro genocidio?

–Uno de los argumentos más fuertes para plantear que un aniquilamiento político no es un genocidio fue la idea de que hay una diferencia cualitativa entre un Estado que aniquila a parte de su población por lo que es, y un Estado que aniquila a una parte de la población por lo que hace. Según esta visión, el genocidio sería sólo aplicable a los casos en que se aniquila a la población por lo que es. Pero si uno le da más profundidad a la discusión, percibe que no es posible distinguir lo que uno es de lo que uno hace. Al contrario, en todos los procesos genocidas, sean más o menos racistas, cuando se aniquila a una población por lo que es, la definición de “lo que es” está vinculada a “lo que hace”. Siempre la decisión de aniquilar a una parte de la población tiene que ver con que su modo de identidad implica determinado modo de actuar. Desde esa perspectiva cuestiono el modo de representación de las víctimas del nazismo: la idea de que los judíos fueron aniquilados por el mero hecho de ser judíos. Esta afirmación muy reiterada esconde la intencionalidad del genocidio nazi. Los judíos fueron aniquilados por lo que los judíos hacían, por su modo de construcción de una identidad múltiple –que comparten con el otro gran grupo étnico aniquilado, los gitanos–. Un judío puede ser, simultáneamente, judío y alemán, judío y argentino. Y esto, para un modo de construcción de identidades nacionales que opera por exclusión, era tremendamente subversivo. Negar esto es, primero, no entender el sentido del nazismo, es relegarlo a la irracionalidad. Y, segundo, negar nuevamente a las víctimas. Sería el equivalente a cuando se plantea, en Argentina, que los aniquilados por la dictadura no habían hecho nada.

–Si a las prácticas genocidas las definen –además de la aniquilación de grupos–, la pretensión de reorganizar las relaciones sociales, ¿cuáles fueron esos objetivos en el caso argentino?

–El genocidio argentino se propone destruir un modo de relación social entre los sectores populares, y entre esos sectores y los grupos de poder. Son relaciones que instaló de alguna manera el peronismo: relaciones de cooperación entre los sectores populares y lo que Guillermo O’Donnell llama el desafío a un modelo de autoridad, esa fuerte construcción de autoestima que produce el peronismo en los sectores populares. La destrucción de estas posibilidades de cooperación se produce a través de la difusión de una desconfianza generalizada y de la delación como elemento complementario. Se trata de un proceso que opera con ambigüedad en la definición de sus víctimas: la delincuencia subversiva es una figura que podría comprender a cualquiera, entonces genera en la mayoría de la población un intento de escapar de la acusación. ¿Cómo demuestro que yo no soy un delincuente subversivo? Señalándole al poder a un delincuente subversivo. Ahora esto destruye toda posibilidad de cooperación. El otro es o aquel que me va a delatar, o aquel al que tengo que delatar. El poder interpela a los ciudadanos uno a uno y quiebra toda posibilidad de cooperación social.

–En su libro sostiene que los dos genocidios tuvieron como dispositivo fundamental a la “lógica concentracionaria”. ¿En qué consiste?

–Tiene dos tipos de objetivos. Uno hacia la población que atraviesa la experiencia dentro del campo y otro dirigido no a la población que está en el campo, sino a la que sabe que el campo existe. Sobre la población que está adentro, el objetivo es su arrasamiento subjetivo y su adaptación. Más allá de la población que aniquila, el objetivo es demostrarle al conjunto social, en el cuerpo de esos desaparecidos, que los valores del perpetrador pueden ser asumidos por sus víctimas. Pero lo más importante es el efecto que el campo produce hacia fuera, hacia la población que no es recluida. Por un lado, la delación y la desconfianza como modos de escapar a la posibilidad de terminar en el campo. Y, por otro, un proceso de conversión, el modo por el cual se adapta quien está afuera del campo: ante el terror que genera la experiencia concentracionaria, todos aquellos que podían identificarse con una confrontación con el orden social se sienten obligados –para justificar su cambio de prácticas– a ver su propia historia como un fracaso, como algo que no tenía sentido y condujo a la pérdida de seres queridos, a la masacre...

–¿Qué consecuencias tiene ese proceso?

–Conduce a la figura del converso, un converso a los valores del orden y del genocida. El problema del converso es que es una figura que no es aceptada ni a un lado ni a otro: es sospechoso para todos y está obligado a sumergirse en la abyección. Esta figura –mayoritaria en la experiencia genocida– es una víctima del proceso concentracionario sin haber estado en el campo de concentración. Es una figura que queda en permanente incertidumbre con respecto hasta dónde está dispuesto a ir para demostrar su conversión. Y como los conversos no suelen estar dispuestos a ir hasta el final, quedan a mitad de camino, en una posición que les impide elaborar su pasado. Una forma de intentar elaborar ese pasado –una forma de negarlo– fue la teoría de los dos demonios. Por eso fue tan hegemónica, porque anula el conflicto y permite verse como víctima de demonios de izquierda y de derecha, sin tener que preguntarse qué hizo y qué pensaba cada uno en esos años... Son las preguntas más necesarias para que cada individuo y la sociedad puedan saldar la experiencia genocida y pensar un futuro que no siga realizando el genocidio.

–No estando tipificado el delito de genocidio en Argentina, ¿qué implica que las condenas al represor Etchecolatz y al ex capellán policial Von Wernich señalaran que sus delitos fueron cometidos “en el marco de un genocidio”?

–El Derecho y la Justicia tienen como papel central producir un discurso de la verdad. Los fallos sobre Etchecolatz y Von Wernich demuestran que la Justicia puede decir que hubo un genocidio aun sin condenar por este delito. Las corrientes de juristas del derecho internacional suelen plantear que las figuras que están en las convenciones internacionales –como el genocidio– no requieren ser tipificadas para ser aplicadas. En cambio, los penalistas sostienen que es necesario que estén en el Código. En ese sentido, hay proyectos de ley para tipificar el delito y que la figura pueda ser usada según ese criterio. Por otro lado, para conseguir los efectos jurídicos que busca la figura de genocidio, que es hacer caer ciertas garantías como la prescripción de crímenes o la territorialidad, hay otras figuras que pueden ser útiles, como la de crimen contra la humanidad. Por eso el papel principal de la figura de genocidio en los juicios es en tanto discurso de verdad y no en tanto figura legal. A los efectos de instalar como discurso de verdad que en la Argentina existió un genocidio, los fallos que condenaron a Etchecolatz y Von Wernich son fundamentales. No entran en la discusión sobre si se puede aplicar o no la figura para condenar, sino que aplican otras figuras y plantean que esos delitos se cometieron en el marco de un genocidio. El reclamo de algunos de los querellantes es que habría que condenarlos directamente por el delito de genocidio. A mi modo de ver, esto es equivalente en cuanto al discurso de verdad.

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