EL MUNDO › INDIGENAS DE BRASIL AL BORDE DE LA EXTINCION
› Por Darío Pignotti
Desde Brasilia
En Brasil sobreviven unos 60 “pueblos sin contacto” de acuerdo con estimaciones de antropólogos de la Fundación Nacional del Indio (Funai). Ese organismo sospecha que 17 de esas colectividades están a punto de extinguirse a raíz de la cacería que sobre ellos se abate por parte de madereros, garimpeiros y plantadores de soja. “El exterminio de una etnia empieza cuando se le desconoce el derecho a la tierra”, tanto más indispensable en el caso de los yamomanis y otros grupos de cazadores y pescadores nómadas, observa Saulo Feitosa, vicepresidente del Consejo Indigenista Misionario (CIMI), brazo de la Iglesia Católica.
Defender los derechos de los pueblos originarios es más difícil en Brasil que en Bolivia o Ecuador, donde son mayoría. “Aquí representan menos del 0,4% de los 183 millones de habitantes”, informó Feitosa a Página/12. El abogado del Consejo Misionario denuncia que un “genocidio silencioso” se perpetra diariamente en la Amazonia, donde el “agronegocio está expandiendo la frontera agrícola con plantaciones de soja” e “invade reservas indígenas de donde son expulsados los pobladores o ejecutados por pistoleros”.
El año pasado, en un fallo inédito, el Supremo Tribunal Federal brasileño (STF) condenó por genocidio en 2006, después de 13 años de debate jurídico, a los responsables de la “masacre de Haximu”, que dejó 13 indígenas muertos, en su mayoría mujeres y niños. “La naturaleza jurídico-penal del crimen de genocidio es diferente a la del homicidio”, sustenta el CIMI. “El genocida arremete contra el principio de la diversidad y, en el caso de los indios, esa diversidad es étnica.”
En agosto de 1993 unos 20 “garimpeiros” (buscadores de oro y diamantes) y sicarios irrumpieron en una “maloca”, comunidad de la etnia yanomami del estado de Roraima, en la que sólo se hallaban mujeres, niños y ancianos, pues los hombres habían partido hacia otra aldea. La reconstrucción de la tragedia no fue sencilla, por el pánico de los sobrevivientes a tomar contacto con las autoridades blancas. Finalmente los peritos concluyeron que los matadores humillaron antes de ejecutar a sus víctimas, que habían buscado refugio en los matorrales. Un bebé de meses fue literalmente despedazado.
El caso conmocionó a la opinión pública internacional y Amnistía Internacional, junto a otras organizaciones humanitarias, presionó para impedir que quedara impune, como suele ocurrir en Roraima y otros estados amazónicos en los que impera la complicidad entre el Poder Judicial, las empresas mineras, los madereros y agricultores furtivos. Unos 20 mil yanomamis vivieron casi sin contacto con la civilización occidental hasta fines de la década de 1970, cuando miles de aventureros llegaron a la región de la que se extraían unas dos toneladas de oro al mes. La codicia de garimpeiros y traficantes venidos de todo el país transformó la fisonomía bucólica de Roraima: en pocos años fueron construidos 17 hoteles, 162 pistas de aterrizaje clandestino y 213 casas de compra y venta de oro y dólares.
Las estadísticas revelan que la eliminación de indígenas no se detuvo a pesar de la conmoción de la masacre de 1993: entre 1995 y 2005 fueron asesinadas 287 personas.
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