EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
¿Se acuerdan de la guerra de Irak? Los estadounidenses parece que no, ahora que fueron informados por los economistas que entraron en recesión. La guerra está controlada. Hay muertos pero no tanto. Para Estados Unidos está dentro de lo normal. Ahora, millones de norteamericanos están enfrascados en un amargo debate sobre qué pasó, por qué pasó y quién tiene la culpa de la debacle económica que se ve venir.
Más allá de las medidas de emergencia como la baja de la tasa del FED o el paquete keynesiano de 150 mil millones de deuda que mandó Bush y apura el Congreso (los programas de ajuste del FMI son para los giles del Tercer Mundo), los expertos advierten que no alcanza con estos parches, que el problema reclama soluciones de mediano plazo.
Hay un sistema financiero que permitió préstamos muy riesgosos a muy bajo interés para inflar una burbuja inmobiliaria, inversores que especularon con ganancias exageradas, reguladores que hicieron la vista gorda para no aguar la fiesta, directores de empresas que cobraron honorarios obscenos por engordar portfolios, dudas en el FED, exceso de confianza en la Casa Blanca, dependencia excesiva en capitales chinos y japoneses para tapar un déficit galopante, alzas potencialmente inflacionarias en precios de alimentos y combustibles, el dólar en caída libre, millones de consumidores endeudados hasta las orejas, miles de hipotecas vencidas, bancos con pérdidas millonarias porque no pueden cobrar, subas en el desempleo, días de furia en las bolsas, miedo a gastar, recesión.
De repente en Estados Unidos cambió la economía y cambió la política y cambió la pelea por el poder, que ya no pasa tanto por la manos de un presidente debilitado por una impopularidad inédita, ni por un Congreso irremediablemente empatado, que no se animó a terminar la guerra cuando tuvo la oportunidad tras las elecciones legislativas del 2006.
Ahora la pelea se dirime entre los principales candidatos a ocupar la presidencia a partir del 2008, que actualmente recorren el país cumpliendo con el ritual de las elecciones primarias.
Si bien cada candidato tiene su propia receta para salir de la crisis, en este tema un abismo separa a los candidatos del Partido Demócrata de los del Partido Republicano. Ese abismo es el paquete de incentivos fiscales para los ricos que Bush hizo aprobar en sendas reformas en el 2001 y el 2003, con los clásicos argumentos neoliberales de incentivar la oferta y generar un buen clima de negocios, pero a costa de generar un importante déficit. Ese déficit vino a sumarse al producido por los gastos de la guerra, y entre los dos se devoraron el ahorro logrado por el gobierno de Bill Clinton, el de “es la economía, estúpido”, para salir de otra recesión, a su vez causada por el enorme déficit que supo acumular Bush padre durante su presidencia en los ‘80, que llegó a ser mucho más grande aún que el que generó su hijo.
La cosa es muy sencilla: los principales candidatos republicanos quieren mantener los incentivos fiscales para los ricos que promovió Bush hijo, mientras los principales candidatos demócratas quieren usar ese dinero para ayudar a otros sectores.
En concreto, los demócratas Hillary Clinton y Barack Obama proponen limitar las exenciones impositivas del plan Bush a hogares con ingresos menores a 250 mil dólares.
En cambio, los candidatos republicanos Rudolph Giuliani, Mitt Romney, Mike Huckabee y John McCain quieren mantener las exenciones impositivas tal como están. Romney propone una ley para hacer que los recortes de Bush sean permanentes y bajar los impuestos que pagan las empresas. McCain también quiere que el recorte de Bush sea permanente y además quiere eliminar un impuesto que recauda 10 mil millones de dólares, el Impuesto Mínimo Alternativo. Huckabee quiere eliminar impuestos federales y las nóminas salariales, e imponer un IVA del 23 por ciento para gravar todo menos la educación. Giuliani también quiere una ley que garantice los recortes de Bush y además propone reducir en un 25 por ciento los impuestos que pagan las corporaciones.
Hasta que explotó la crisis esta semana, los demócratas eran amplios favoritos para reconquistar la Casa Blanca y los republicanos buscaban desesperadamente un tema para salirse del eje de la guerra de Irak. Los candidatos del cambio, como Obama y Huckabee, parecían tener ventajas sobre los que vendían su experiencia, como Clinton y McCain. Ahora es al revés.
Mientras la guerra dominaba la agenda, McCain era el más conservador de todos por ser el único candidato que apoyó la ofensiva de Bush del año pasado. Pero en materia económica y social el senador de Arizona aparece a la izquierda de sus colegas republicanos por su apoyo a la reforma migratoria, su agenda ecológica y su condición de “outsider” o renegado del aparato republicano.
Del mismo modo, mientras la guerra era el tema excluyente, Obama podía mostrarse como más progresista que Hillary, ya que mientras la senadora de Nueva York había votado a favor del inicio de las hostilidades, el de Illinois se había opuesto. Y mientras Clinton favorecía un retiro gradual de tropas, Obama quiere un retiro masivo e inmediato.
Pero ahora que el tema caliente es la economía resulta más fácil entender por qué Hillary es la favorita de los jubilados, de militantes tradicionales del Partido Demócrata y de la clase trabajadora que gana menos de 50.000 dólares por año, mientras que Obama gana entre los jóvenes y los votantes independientes.
Obama tiene un discurso económico que se parece bastante al de Bill Clinton en 1992. Es un buscador de consensos que le escapa a los cambios bruscos y las decisiones arriesgadas. Busca ocupar el centro del espectro político para posicionarse como el candidato con más chances en una elección general. A diferencia de Hillary, propone medidas impositivas masivas en vez de programas específicos para grupos en situación de riesgo. Por ejemplo, propone aumentar el Impuesto a las Ganancias y crear una exención de mil dólares para familias que ganen menos de 50.000 dólares. Quiere un capitalismo más humano pero no cuestiona el funcionamiento del sistema.
“Creo que el libre mercado ha sido el motor del gran progreso logrado por Estados Unidos. Ha creado la prosperidad que es la envidia del mundo. Nos ha llevado a un nivel de vida único en la historia. Y ha provisto de grandes recompensas a los innovadores y los tomadores de riesgo que han hecho de Estados Unidos un faro para las ciencias, la tecnología y los descubrimientos...En esto estamos todos juntos. Desde los directores ejecutivos de las empresas a los accionistas, desde los financistas hasta los obreros de las fábricas, todos tenemos un interés en el éxito del otro, porque cuantos más estadounidenses prosperan, más prosperan los Estados Unidos”, dijo Obama en septiembre del año pasado, según consta en su página web bajo el cintillo “Propuesta Económica”.
La propuesta económica de Hillary Clinton es bien distinta. Más que al de los principales candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, su discurso se asemeja al de un líder de la nueva izquierda latinoamericana. En un extenso reportaje con el New York Times, Hillary reivindicó el rol del Estado como regulador de la economía y el de los sindicatos como garantes de los derechos de los trabajadores. Mientras su marido había basado su plan económico en la reducción del déficit y la firma de acuerdos comerciales, Hillary dice que los tiempos han cambiado y que ahora el principal problema es la desigualdad social. Y que es función del Estado, no del mercado, solucionar ese problema.
“Si miramos nuestra historia, vemos que fuimos más exitosos cuando tuvimos un equilibrio entre un gobierno vigoroso y efectivo y un mercado dinámico pero bien regulado. Hemos disminuido sistemáticamente el rol y la responsabilidad del gobierno, y hemos visto cómo el mercado se desbalanceó”, dijo Hillary en la entrevista.
La senadora y ex primera dama dividió la historia de la posguerra en dos etapas, la primera desde 1946 hasta 1973, y la segunda a partir de 1973. En la primera etapa, dijo, crecieron los sindicatos y con ellos los salarios y los beneficios de los trabajadores. Los ricos pagaban impuestos que hoy serían considerados “confiscatorios”, señaló la senadora. En esa época, agregó, no sólo invertía el gobierno en obras de uso público, también lo hacían las empresas privadas. “Había un compromiso con la comunidad, con los empleados, y no sólo con los accionistas”, se lamentó Hillary.
Su plan económico se basa en tres pilares: primero eliminar los beneficios para los ricos que instauró Bush. Segundo ejercer un control gubernamental minucioso de los mercados, incluyendo la inversión extranjera. Tercero, incrementar el gasto en industrias de empleo intensivo como la de energía alternativa.
Para aliviar la situación de los más necesitados, antes que soluciones universales, Hillary propone programas específicos, por ejemplo un fondo para ayudar a los deudores hipotecarios en riesgo de perder sus casas, otro fondo para proveer calefacción a hogares pobres y un seguro contra el desempleo. En cambio el paquete de Bush que apura el Congreso le devuelve por única vez 1600 dólares en impuestos a cada hogar de clase media para abajo, sin hacer distinciones, con la esperanza de que se lo gasten para reactivar la economía.
Hillary también prometió algo que en la Argentina se viene reclamando desde hace años, pero hasta ahora ningún gobierno se ha animado a hacer: una profunda reforma del sistema impositivo para que los ricos paguen más y los programas sociales puedan financiarse sin engordar el déficit. “Es increíble que haya tanta presión política para bajarle los impuestos a los ricos, cuando vemos que mucho de lo que se logró y que nos produce nostalgia y orgullo, se logró cuando los de buen pasar pagaban un porcentaje significativamente más alto del que pagan ahora”, explicó.
¿Promesas de campaña? Puede ser, pero los republicanos no quieren arriesgarse. Por eso prefieren a Obama.
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