EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Gabriel Puricelli *
Ecuador necesitaba dotarse de reglas renovadas y de un pacto constituyente que ratificara la vocación de convivir bajo pautas de justicia e igualdad, cuyo debilitamiento había llevado a la sucesión de mandatos interrumpidos previos a la asunción de Rafael Correa. A diferencia de otros casos, la crisis dejó en pie a una parte significativa del sistema político tradicional. No sólo mantienen mucho de su poder las clases dominantes, sino que perdura su liderazgo político en Guayaquil y se alza aún, relativamente intacto, el Partido Social Cristiano.
Consciente de las limitaciones que esta realidad le impondría a su gobierno, el hoy presidente Correa definió desde que asumió el desafío de pelear las últimas elecciones, buscar condiciones de gobernabilidad para una gestión transformadora. Construyó entonces un camino democrático para evitar el veto del Congreso, donde se atrincheraron los partidos tradicionales. No permitió que la inmadurez de su Alianza País fuera un pretexto para postergar la arremetida electoral y la búsqueda del gobierno ni que una presencia parlamentaria incipiente lo maniatara al llegar al Palacio Carondelet. Por eso transformó su campaña presidencial en un plebiscito en favor de un proceso constituyente: Alianza País no presentó candidaturas al Parlamento para dar credibilidad a su propósito de impulsar algo más que un cambio de gobierno. Ecuador tenía el desafío de ver un mandatario completar su período constitucional. Y no se trataba sólo de que fuera honesto, para no terminar como Jamil Mahuad, o cuerdo como para evitar el final de Abdalá Bucaram. Tampoco de encaramarse a las demandas populares en la campaña para gobernar de acuerdo a otros intereses, como Lucio Gutiérrez.
La práctica del actual gobierno se ha correspondido con las promesas en un grado poco habitual en las democracias contemporáneas. El abandono de la moneda propia, que hace de Ecuador un caso único en la región, uno donde el desvarío neoliberal fue aún más allá de la práctica abolición del banco central que se vivió en el Chile pinochetista previo a la crisis de 1982 y en la Argentina de Menem y De la Rúa, se trata de un corsé que no tiene parangón. Si a ello se suma que ese país no puede extraer tanto petróleo como para imaginar una bonanza chavista, resulta que Correa se encuentra frente a unas condiciones estructurales adversísimas. El proceso constituyente le ha permitido ratificar su legitimidad y evitar las restricciones institucionales a su agenda transformadora. Con habilidad de judoka, se ha servido de la fortaleza que les resta a sus oponentes para construir el poder que necesita. Ahora le resta aprovechar al máximo el tiempo que también ha ganado, para construir la “patria altiva y soberana” de la sigla de la alianza de gobierno.
* Co-coordinador, Programa Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas.
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