EL MUNDO • SUBNOTA › TRES MIRADAS SOBRE LA RESOLUCIóN DE LA OEA
La decisión del organismo interamericano es un síntoma de los cambios que han tenido lugar en América latina. Se termina una política anacrónica.
Por Atilio A. Boron *
Después de 47 años, la 39ª Asamblea General de la OEA selló ayer un acuerdo para derogar por unanimidad la exclusión de Cuba aprobada en 1962. La resolución no impone condiciones a Cuba, aunque establece mecanismos que deberían ponerse en marcha en (el improbable) caso de que La Habana expresara su deseo de retornar a la OEA. La noticia da pie a diversas consideraciones.
Primero: la resolución es un síntoma de los grandes cambios que han tenido lugar en el panorama sociopolítico de América latina y el Caribe en los últimos años, y cuyo signo distintivo es la persistente erosión de la hegemonía norteamericana en la región. La derogación de aquella ignominiosa resolución impuesta por la administración Kennedy revela la magnitud de las transformaciones en curso y que la Casa Blanca acepta a regañadientes. De este modo se repara –si bien tardía y parcialmente– una decisión de inmoralidad manifiesta y que ha pesado como un intolerable baldón sobre la OEA y sobre los gobiernos que con sus votos, o su abstención, facilitaron los planes del imperialismo norteamericano. Este, al no poder derrotar militarmente a la Revolución Cubana en Playa Girón, optó por erigir un “cordón sanitario” para evitar que sus influjos emancipadores se contagiaran a los demás países del área. Intento que, por cierto, fracasó rotundamente.
Segundo: el debilitamiento de su hegemonía no significa que Estados Unidos renuncie a apoderarse, por otros medios, de los recursos y las riquezas de nuestros países o a tratar de controlar a nuestros gobiernos apelando a otros expedientes. Sería un error imperdonable pensar que debido a este declive de su capacidad de dirección política –e intelectual y moral a la vez– el imperialismo depondrá sus armas y comenzará a relacionarse con nuestros países en un pie de igualdad. Todo lo contrario: ante el declinar de su hegemonía, su respuesta fue nada menos que la activación de la Cuarta Flota, con el propósito de lograr por la fuerza lo que en el pasado obtenía por la sumisión o complicidad de los gobiernos de la región. Y Obama no ha emitido la menor señal de que piensa cambiar esa política.
Tercero: Cuba, así como los demás países de Nuestra América, nada tienen que hacer en la OEA. Tal como lo hemos señalado en innumerables oportunidades, esta institución reflejó un momento especial en la evolución del sistema interamericano: el de la absoluta primacía de Estados Unidos. Esa etapa ya ha sido superada, y no tiene vuelta atrás. La maduración de la conciencia política de los pueblos de la región hizo que aun gobiernos muy afines a la Casa Blanca no tengan otra opción que enfrentarse a Estados Unidos en la condena al bloqueo de Cuba y, en San Pedro Sula, a derogar la decisión de 1962. Ante esta situación, la OEA está condenada por su larga historia como dócil instrumento del imperialismo: legitimó invasiones, asesinatos políticos, magnicidios, (algunos, como el de Orlando Letelier, perpetrados en Washington), golpes de Estado y campañas de desestabilización contra gobiernos democráticos. Fue ciega, sorda y muda ante las atrocidades del “terrorismo de Estado” auspiciado por Estados Unidos y ante políticas criminales como el Plan Cóndor. Cuando en Mayo del 2008 estalló la crisis en Bolivia, el conflicto fue rápidamente solucionado por los países de América latina sin que la OEA jugara papel alguno. No hizo falta. No hace más falta.
Cuarto: lo que sí hace falta es fortalecer y hacer más coherentes sin más dilaciones los diversos proyectos de integración de los países de América latina y el Caribe, como el Alba o la Unasur, iniciativas distintas pero que expresan la realidad contemporánea de la región. La OEA, en cambio, es una institución insanablemente anacrónica y por eso mismo inservible: representa un mundo que ya no existe sino en los delirios de los nostálgicos de la Guerra Fría y por eso no puede hacer ninguna contribución para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo. Después de haber derogado la resolución de 1962, le haría un gran servicio a la humanidad si decidiera disolverse.
* Politólogo.
Por Gabriel Puricelli *
Corría 1993, recién terminada la Guerra Fría, y Mark Falcoff, uno de los más influyentes pensadores del Partido Republicano en asuntos de América latina, asentía ante la insinuación de que la política de los EE.UU. contra Cuba, desaparecida la URSS, sólo podía ser explicada haciendo una excepción “freudiana” al enfoque realista que estaba en la base de la política exterior norteamericana. “No podemos tolerar un gobierno a menos de 100 kilómetros de nuestras costas dedicado a denostar nuestro sistema de la mañana a la noche”, ensayaba como débil explicación para la saña y la inversión de recursos dedicados a un vecino insular e insignificante en términos del equilibrio de poder mundial o hemisférico. Tuvieron que transcurrir tres lustros, la mitad de ellos dedicados al experimento clamorosamente fallido de la política exterior neocon, con sus ribetes de derecha revolucionaria, de exportación de la “democracia liberal” llave en mano, para que la solitaria superpotencia considerara la validez de retornar a las instituciones internacionales y regionales, tratando de perseguir sus objetivos con una dosis mayor de diálogo y blandiendo el garrote de manera mucho menos ostentosa.
En lo que considerara por décadas su patio trasero, los EE.UU. se encontraron, al tratar de volver a poner en marcha una conversación abruptamente interrumpida después de la invasión a Irak, con una colección de gobiernos que habían abandonado, con diversos grados de moderación o radicalidad, el Consenso de Washington, y con la emergencia decidida de un nuevo poder regional que estaba en el centro de una variedad de dispositivos, como el Mercosur, la Unasur y el Grupo de Río y que daba voz a una región dispuesta a reclamar igualdad formal en el trato con una superpotencia que la había abandonado para ir a empantanarse a la Mesopotamia asiática.
Ese es el contexto en que el gobierno de Barack Obama se reencuentra con unos vecinos hemisféricos más que dispuestos a poner pautas para el diálogo. La larga negociación que llevó a la Asamblea General de la OEA a dejar sin efecto la inicua suspensión del gobierno de Cuba de su seno duró tanto como tardaron los EE.UU. en entender que la renovación de sus relaciones con América latina no es un “como decíamos ayer” en el que la diplomacia de Hillary Rodham retoma donde dejó el gobierno de Bill Clinton. Por el contrario, América latina se aplicó en el último semestre a hacer de Cuba un leading case del tipo de vínculo que sus gobiernos (desde la derecha de Alvaro Uribe hasta su némesis, Hugo Chávez) pretenden. Desde la incorporación de Cuba al Grupo de Río, que lo transformó hace meses en algo demasiado parecido a una Oelac (latinoamericanos y caribeños prescindiendo de los EE.UU.), hasta el lugar que ocupó el tema de la isla (eclipsando la agenda formal) en la Cumbre de las Américas de Trinidad y Tobago, quedó claro que se espera que la agenda hemisférica tenga la variedad de un genuino multilateralismo y no sea el resultado de un diktat imperial. La resolución de San Pedro Sula es un “pase de pantalla” en el juego hemisférico y es uno de los trabajosos últimos pasos que los EE.UU. deben dar para terminar de salir de la Guerra Fría.
* Cocoordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas.
Por Andrés Fontana *
Bueno, vamos a pensarlo. Si de anacronismos se trata, la postura de los Estados Unidos hacia Cuba ha ocupado un lugar interesante en la política internacional de estos años. Veinte, para ser precisos. Sí, hace veinte años que terminó la Guerra Fría. La que supuestamente justificó las decisiones más aberrantes de los Estados Unidos en materia de política exterior –y la hemisférica en particular–. Pero todo, más o menos, siguió igual después del fin del enfrentamiento entre Occidente y el Pacto de Varsovia.
Cuba fue el ejemplo más elocuente al respecto, pero la política contra el narcotráfico primero, y la antiterrorista después, mostraron la dificultad de los líderes norteamericanos para enfrentar un contexto tan complejo como el que les planteara la posmodernidad, la existencia de árabes y negros en la política internacional y el desaire de los europeos a todos sus buenos propósitos de ordenar el mundo.
El discurso de Hillary al iniciarse las sesiones de la Asamblea General de la OEA, pidiéndole a un interlocutor ausente hacer cosas que no está dispuesto a hacer a cambio del ingreso a un foro al cual no está interesado en participar es elocuente al respecto, nos habla de la continuidad de ese desconcierto.
Pero la decisión siguiente nos produce a nosotros desconcierto. Porque eso ocurre cuando estamos frente a una mente brillante de una persona con valores fuertes. Y Obama, sin duda, es una de ellas.
La reunión de la Asamblea General de la OEA en San Pedro Sula, Honduras, siguió, con pocas semanas de diferencia, a la Cumbre Hemisférica realizada en Trinidad y Tobago. Antes de concurrir a ese desafiante escenario, el presidente norteamericano impartió órdenes a los departamentos de Estado, del Tesoro y de Comercio para el levantamiento de las restricciones a los viajes de familiares y los envíos de remesas a Cuba y para que se implementen medidas que faciliten las comunicaciones con los habitantes de la isla.
Luego, la política de poder. Antes de volar al encuentro hemisférico, Obama se reunió en México con Felipe Calderón y, mientras allí estaba, mantuvo una larga conversación telefónica con Lula da Silva para coordinar los pasos a dar en Trinidad y Tobago.
¿Cómo será entonces la política hacia Cuba a partir de este hecho histórico? Obama es en sí mismo una vuelta de página en la política conocida por nuestra generación. El acuerdo alcanzado por los cancilleres en San Pedro Sula también lo es. No impone condiciones a Cuba, pero establece mecanismos que se activarán cuando Cuba exprese su deseo de retornar a la OEA. Ese es el alcance de las decisiones. Pero los símbolos que las enmarcan son mucho más importantes.
Cuba no es objeto de ningún condicionamiento. A Estados Unidos le encanta pensar que ahora “la pelota está en el campo cubano”. Pero Cuba es una sociedad amoldada a un discurso revolucionario, tiene una práctica cargada de pragmatismo y una política exterior mucho más inteligente que lo que la ideología por sí sola propone.
* Decano, Facultad de Estudios para Graduados Universidad de Belgrano.
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