EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Gabriel Puricelli *
El golpe de Estado en Honduras se ha encontrado con una unanimidad en su repudio por parte de la comunidad hemisférica que hubiera sido impensable tan sólo meses atrás, cuando el gobierno de los EE.UU. estaba en manos de los neoconservadores. Podemos incluso recordar el golpe de 2002 en Venezuela, donde el apoyo a los golpistas no sólo provino de quienes mandaban en Washington, sino de uno de sus entonces socios favoritos, el español José María Aznar, embarcado en una ensoñación de reverdecimiento de los laureles coloniales que aún continúa persiguiéndolo en sus ociosos años alejado del gobierno.
El asalto cívico-militar a la presidencia en Tegucigalpa pone a prueba de manera del todo inesperada el ensayo de reconstrucción de las relaciones de los EE.UU. con sus vecinos del hemisferio, a tan sólo días de que (justamente en Honduras) todos encontraran un punto de acuerdo para lidiar con la cuestión de la suspensión del gobierno de Cuba de la OEA. Consistentemente con la nueva línea definida por Barack Obama para establecer condiciones de respeto a la igualdad formal entre los estados (no sólo en América sino en la complicada relación con el mundo árabe), el Departamento de Estado ha rechazado el golpe y respaldado la intervención de la OEA para lograr la reposición de Manuel Zelaya en el pleno ejercicio de sus funciones. Esa actitud ha descolocado a los parlamentarios hondureños que participaron (intentando darle una apariencia de legalidad) de la asonada, llevando a alguno de ellos a pedir a Washington que haga lo que se llegó a esperar como natural de la capital de la superpotencia: que avale al usurpador de la presidencia.
La OEA, una institución cuya vigencia estaba en tela de juicio para muchos de sus integrantes, se ha visto llamada a ser la sede de debates y la fuente de acciones mucho más decisivas que las que nadie le hubiera atribuido hace escasos meses. Llevar a cabo con éxito la tarea de restituir a Zelaya podría valerle una dosis de prestigio que puede ser preciosa para darle el lugar de relieve en el escenario hemisférico que los EE.UU. parecen querer asignarle, alejándola definitivamente de una imagen de reliquia de la Guerra Fría que ha hecho que muchos de sus miembros le resten prioridad. La prueba del ácido será, justamente, un hecho que en la lógica del mundo bipolar hubiera pasado por normal y que la OEA no hubiera siquiera admitido en su agenda, dejando la eventual condena en algún gobierno de la región que contara con algún gobierno progresista circunstancial. La unanimidad que se reitera en la condena a los golpistas hondureños, abarcando desde Uribe hasta Chávez, pasando por Calderón y Lula, es la misma que hubo para encarar el tema cubano y es la que da definitivamente da por tierra con las fronteras ideológicas, que sólo perviven en las plumas de nostálgicos de la división del mundo entre buenos y malos con cada vez menos lectores.
Una situación preocupante y desgraciada como la planteada en Honduras da lugar paradójicamente a la posibilidad de refundar las instituciones hemisféricas sobre bases distintas de aquellas que le dieron sustento original. Al mismo tiempo, plantea el riesgo enorme de que aun la unanimidad lograda no alcance para que los golpistas desistan. No hay brazo punitivo que pueda expulsar a Roberto Micheletti de la sede gubernamental si éste y las fuerzas armadas hondureñas deciden ignorar la situación de total aislamiento en la que se encuentran. Todo hace suponer, sin embargo, que el peso de la condena habrá de doblegar al golpe y los presidentes democráticos y el secretario general de la OEA están dispuestos a demostrar in situ que no se trata sólo de palabras, sino de que hay un principio fundante del sistema internacional, el de la soberanía de los estados al que los gobiernos de América están dispuestos a ponerle un límite. De triunfar la razón en Honduras, esa forma de soberanía que era tabú relativizar y que sólo caía ante la arbitrariedad imperial, se encontrará con un límite mucho más preciso e incuestionablemente legítimo: que los pueblos tienen el derecho de ejercer su soberanía en el interior de los estados y que hay instituciones multilaterales que pueden actuar en garantía de que así sea.
* Co-coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net/)
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