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Un caso bajo los principios de la Mafia
Por Christopher Hitchens
Para comprender las implicancias de la conexión Enron, todo lo que usted realmente necesita es la psicología de un fiscal de la Mafia. Este es el punto donde cierto tipo de cultura empresaria encuentra su inspiración en el crimen organizado.
El principio operativo más importante de la Mafia es conocido como “ensuciarlo todo”. La cosa radica en asegurarse que haya tantos implicados como sea posible. Esto no sólo remueve los incentivos o la tentación de delatar sino que también asegura que una cantidad de gente que en otros temas es respetable tenga un interés en evitar cualquier revelación. Un verdadero padrino empresario habrá pasado bastante tiempo ensuciando a periodistas así como abogados, políticos y las fuerzas de la justicia criminal. La corrupción debe ser tan generalizada como para que se pueda acusar a cualquier soplón de estar pudriendo las cosas para todos.
Cuando un amigo mío escribió un artículo del tipo de “siga la línea de puntos” sobre Enron para Los Angeles Times el año pasado, llamó la atención a la relación casi simbiótica entre la compañía y el ala texana del Partido Republicano. Muy impresionante, le dije, pero prometeme que no pensás que Kenneth Lay es un tarado tal como para pagarle a un solo partido. Por cierto que no, y en cuestión de días después de que el senador Joseph Lieberman anunciara que abriría audiencias de investigación sobre la compañía, se reveló que también él había recibido subvenciones de Enron. Y pronto resultó que la administración Clinton, en la persona del mismo presidente así como del secretario del Tesoro Robert Rubin. había estado ansiosa por hacer trucos en favor de Enron casi sin que se lo pidieran.
Mientras tanto, en Houston, apenas hay un abogado a sueldo del gobierno que no haya tenido que pedir su relevo del tema por problemas de conflicto de interés. En ese mismo pueblo, no es claro si Cliff Baxter, un alto funcionario de Enron que se suicidó el fin de semana pasado, lo hizo por problemas de conciencia o por simple culpa. Baxter había estado advirtiendo a la gente que las cosas estaban yendo muy mal, pero también había vendido acciones de Enron por valor de 30 millones de dólares. Una perfecta ilustración del principio de la Mafia: a cualquiera que esté en posición de desarrollar remordimientos de conciencia debe poder recordársele que se benefició de la conspiración.
En lo que se refiere a la profesión contable, el caso entrega una ilustración perfecta del viejo dilema sobre quis custodiet (quién vigilará a los vigilantes). Plenamente implicada en la estafa, la compañía en cuestión se desentendió de sus responsabilidades de auditoría y supervisión para encender al máximo las máquinas de destrucción de documentos. Tampoco es que la firma fuera cualquier cosa, sino lo mejor de lo mejor, el más blanco de los zapatos blancos. Ver a algunos de sus representantes invocando obstinadamente la Quinta Enmienda, como cualquier peso pesado del Sindicato de Camioneros de los días de Jimmy Hoffa, servía para darse cuenta lo lejos que había llegado la podredumbre. Hombres que aparecen muertos en sus automóviles, cuentas secretas off-shore, audiencias en que congresistas comprados simulan interrogar a testigos de cara agria... todo lo que este escándalo necesita es una buena ramera, una Fawn Hall o una Paula Jones.
En realidad, los dos héroes son heroínas: la soplona en jefe y la periodista que reveló la historia. Esta última, Bethany MacLean de la revista Fortune, es el modelo mismo de la joven reportera de ojos brillantes. Y esto me lleva a otro elemento: el fracaso casi total de la prensa en cumplir su trabajo de investigación y revelación. MacLean resultó ser una experta en números y en leer balances empresarios: vio algunos números que no cerraban y se preguntó, exactamente como el niño que ve al emperador sin ropas: “¿Cómo hace Enron su dinero?”. Hasta ese momento, la totalidad de la prensa de negocios había permanecido boquiabierta de admiración ante los grandiosos logros de la compañía. Y Enron usó mucho músculo para que esa notita fuera olvidada. De modo que el actual circo mediático disimula el hecho de que la profesión periodística está jugando a ponerse al día con la noticia, para compensar por un largo período de inercia y falta de curiosidad.
La ley de la omertà, mientras tanto, se ha desparramado por toda la administración de la Casa Blanca. El presidente declina entregar, a su propia Oficina de Contabilidad, los registros de reuniones donde –según parece a primera vista– una corporación torcida guió el camino del gobierno en la formulación de la política energética. Según parece, ni siquiera se planteó la cuestión de un conflicto de interés. Fue más una cuestión de identidad de intereses: la presunción automática de que lo que era bueno para un directorio era bueno para Estados Unidos. La pobre y equívoca explicación del presidente sobre cómo fue que llegó a conocer a “Kenny Boy”, como solía aludir a Kenneth Lay, el presidente de la empresa, es –cuando se la junta con su defensa de la obstinación de Dick Cheney– un insulto adicional a la idea misma de la división de poderes.
La situación clama por un Galahad entre los abogados e investigadores, si todavía se puede encontrar a un caballero en un sistema tan exhaustivamente comprometido. También clama por un poco de sátira y veneno. Mi plan actual es abrir un restaurante en Washington que se llame “Enron”. En el menú de precio fijo la entrada sería pescado envuelto en papel de diario. El plato principal sería una cabeza de caballo con guarnición.
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