Pocos extranjeros que hayan vivido en Kirguistán pueden decir que sabían que esto llegaría. Lejos de ser una olla en ebullición, lo que más llamaba la atención del visitante común era el silencio y el ambiente de deterioro –la sensación de que el reloj se hubiera detenido 29 años antes, en la víspera de una independencia no buscada–. Bisbek era una ruina postsoviética donde las avenidas llenas de baches están volviendo a ser las rutas de barro que una vez fueron. El principal hito de la ciudad, el museo nacional, era otro santuario en ruinas.

La gente mayor asociaba la era soviética con la electricidad, edificios que permanecían de pie, sueldos estables y vacaciones en el Báltico o en Crimea. Se orgullecían de ser “libres” para dirigir un Estado sin salida con pocos recursos.

Preocupados porque Rusia pudiera olvidarlos del todo, temerosos de su gran vecino Uzbekistán y celosos de su vecino del norte rico en petróleo, Kazakhstán, los kirguisios habían esperado que su situación estratégica en el cruce entre China y Asia Central pudiera cosechar grandes beneficios –pero nunca funcionó como lo habían imaginado–. Estados Unidos abrió una base aérea para abastecer las operaciones afganas y una universidad en Bisbek, pero sus intereses en Asia Central declinaron desde que quedó en claro que la región iba a ser el patio trasero de Rusia.

Sin un sentimiento nacionalista al que apelar, los líderes ineficaces y corruptos de Kirguistán han sido privados del as que tantos dictadores sin esperanzas pueden jugar para mantener a raya la ira de las multitudes. Hasta ahora se han podido apoyar en la apatía. Pero aun entre los tranquilos kirguisios, la paciencia tiene límites.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.