Sábado, 31 de julio de 2010 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Gabriel Puricelli *
Hace quince años, el líder poscomunista Massimo D’Alema firmaba su libro-manifiesto, que proponía “Un país normal”. Nada de eso parece haber llegado a ser Italia, aunque en el camino haya terminado con el tabú que excluía a la izquierda del gobierno. Tras el derrumbe de la Primera República, provocado por los jueces del proceso “manos limpias”, en 1994 se encaramó provisoriamente en el gobierno uno de los corruptores de los políticos del pentapartito que habían sido desterrados de la vida pública a golpes de sentencias judiciales.
Toda mirada angélica sobre la sociedad posindustrial italiana quedó súbitamente fuera de foco con la consagración de Silvio Berlusconi por primera vez como presidente del Consejo de Ministros. Los días que duró ese experimento fueron inversamente proporcionales al número de grupos y grupúsculos que formaban la mayoría parlamentaria de aquel gobierno. Forza Italia era más una colección de gerentes de Fininvest y esbeltas promotoras que un partido, y la xenófoba y secesionista Liga Norte era aún demasiado antiestatista como para proveer una base coherente de apoyo.
El rápido estallido de ese precario conglomerado dejó el camino despejado, dos años después, a la coalición de l’Ulivo. Con Romano Prodi empezaba a realizarse el módico sueño de la “normalidad”, sólo que la naturaleza florentina de la centroizquierda y sus líderes post (comunistas y democristianos) conspiró contra la estabilidad política de un gobierno que alcanzó significativos logros económicos. Sin embargo, el centroizquierda, con distintos jefes de gobierno, gobernó por cinco años.
La sucedió Berlusconi, que (con un partido propio más disciplinado) también logró completar el quinquenio sucesivo, así haya sido con sobresaltos y con mucha imaginación para sortear las causas judiciales por colusión mafiosa. El retorno de Prodi en 2006 inauguró un interregno de dos años en que poco se hizo más que sentar las bases del actual Berlusconi III.
Estos pasados cuatro años han visto regresar una inestabilidad que parece ser la marca de una “normalidad” que a algunos les cuesta aceptar. Por debajo de los procesos institucionales que dieron lugar a sucesivos gobiernos en los últimos veinte años, Italia vio estallar las identidades políticas que organizaron la escena de posguerra, desatando una alocada carrera de experimentación con nuevas siglas y coaliciones que no terminan de dar cuenta de los cambios en las lealtades de enteros sectores sociales.
La crisis que se autoinfligió Berlusconi este jueves, amputándole a su partido del Pueblo de la Libertad (PdL) la corriente que podríamos denominar legalista, encabezada por Gianfranco Fini, podría inaugurar un período venturoso para la oposición progresista. Pero sólo si ésta estuviera preparada. No parece ser el caso, a pesar de que el Partido Democrático (PD) se ha dado hace poco un liderazgo respetado y competente como el de Pierluigi Bersani. No sólo porque la opinión pública no ha dado el vuelco antiberlusconiano que una mirada ingenua esperaría después de los ensayos liberticidas que Il Cavaliere viene haciendo. La búsqueda de éxito electoral en el centro político le ha hecho perder pie de manera más aguda aún, dejando un ancho espacio a su izquierda que carece de organización, pero que no deja de expresar un malhumor que se sacia a veces con el abstencionismo, a veces con el repliegue hacia la lucha sindical.
Allí reside la fortaleza que ha hecho de Berlusconi el hombre a derrotar en la Segunda República: la reconfiguración social de un país sin proyecto productivo claro ha cambiado el mapa y los humores sociales y sólo un gran comunicador con todos los medios bajo su control ha encontrado formas (precarias, pero sorprendentemente perdurables) de conectar con la mayor parte de esa nueva realidad.
* Coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas.
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