EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Santiago O’Donnell
A la hora de entender el resultado de la elección brasileña, la figura del presidente Lula aparece como referente ineludible. Fue él quien armó la coalición electoral que le dio el triunfo a Dilma Rousseff, a través de alianzas con partidos de distinta orientación ideológica para blindar las chances de su candidata, haciendo uso de su muñeca negociadora que afinó en sus tiempos de sindicalista.
Consciente de su rol de gran elector, dada su enorme popularidad, repartió sus preferencias según su lectura del tablero político, no siempre en favor de su partido, el PT. Fue también Lula quien eligió a la candidata, una funcionaria fiel sin vínculos con el liderazgo del partido oficialista. Un ejemplo es el estado de Marañon, donde prefirió pactar con la hija de José Sarney, Roseana, antes de apuntalar al candidato de la izquierda, porque evaluó que la hija de Sarney tenía más chances de ganar. En el crucial estado de San Pablo, primer distrito electoral, Lula bajó a los candidatos del PT para privilegiar un pacto con su principal aliado a nivel nacional, el hiperpragmático PMDB.
Fue Lula quien se puso al frente de la campaña, incluso cerrando los actos en los que participaba Rousseff. Ayer, después de votar en San Pablo, el presidente apuró su regreso a Brasilia para mostrarse con su candidata durante la jornada electoral. Tampoco estuvo ausente en la campaña de Serra, que lo incluyó en sus spots televisivos y jingles de campaña, en un vano intento de mostrarse como su seguidor. Fue Lula quien llevó adelante casi en soledad el debate de fondo de la campaña, la pelea con los grandes medios de comunicación, en la que ambos lados se acusaron mutuamente de intervencionismo y abuso de poder por el protagonismo que tuvieron durante la campaña, relegando a los candidatos a un rol secundario.
Fue Lula quien eligió a Dilma Rousseff, una funcionaria leal que nunca disputó una elección, que no tiene vínculos con el liderazgo del PT y que al empezar la campaña era prácticamente una desconocida para el electorado, y en cierta medida lo sigue siendo. Lula eligió a una economista y experta en energía como candidata porque ése es el perfil que eligió darle a la nueva presidencia, pero también eligió una candidata y una estrategia electoral que en los hechos pone un límite al crecimiento del PT ante los reclamos del supuesto hegemonismo partidario que se denuncia casi a diario en los grandes medios de la oposición.
Fueron los programas del gobierno de Lula las principales cartas de presentación de Dilma, especialmente los programas sociales Bolsa de Familia y Programa de Acción Comunitaria, que sacaron a 12 millones de brasileños de la pobreza. Esos programas fuero clave para cambiar el perfil del votante de las zonas pobres del nordeste, que antes de 2006 iban a parar mayoritariamente a las arcas de los caudillos regionales populistas, y desde entonces viraron hacia la coalición que encabeza el presidente saliente. Y fueron las políticas macroeconómicas ortodoxas del presidente las que resultaron en un crecimiento de más del cinco por ciento este año, facilitando la penetración del lulismo en amplios sectores de la clase media. Y fue el modelo de seguridad de la Policía Pacificadora en combinación con programas de desarrollo que el gobierno de Lula elaboró, con sus aliados estatales y municipales en el estado de Río de Janeiro, el principal argumento que utilizó Dilma en el último debate, para cubrir un flanco siempre sensible para los políticos progresistas a la hora de captar votos de sectores moderados.
La estrategia de concentrar el armado electoral, el protagonismo de la campaña y los logros del gobierno en la figura de Lula descolocó a los candidatos opositores, que escaparon a la confrontación directa con el popularísimo presidente y prefirieron mostrarse como sus continuadores mientras, paradójicamente, los medios que los apoyaban abiertamente intentaban convencer a sus lectores de que el gobierno de Lula había sido pésimo y que el presidente era un populista autoritario con aspiraciones hegemónicas, aun cuando Lula deja el poder respetando el mandato constitucional, con un Poder Judicial independiente, un Congreso variopinto y una prensa de lo más critica entre lo que se puede encontrar en la región.
La táctica hiperlulista funcionó en tanto Dilma ganó la primera vuelta, pero mostró sus limitaciones al no alcanzar el piso del 50 por ciento al que aspiraba la coalición oficialista: la fuga de votos hacia los candidatos opositores en las últimas horas sugiere que a pesar de las garantías que dio el presidente, los votantes no quedaron convencidos con lo poco que vieron de Dilma, y prefirieron conocerla un poco más, cuatro semanas más para ser precisos, antes de decidir si es ella a quien eligen para entregarle la banda presidencial. Así fallaron los pronósticos que hasta ayer le daban el triunfo a Dilma en primera vuelta. Como si al momento de votar, a solas en el cuarto oscuro, una parte de los brasileños hubiera descubierto de repente que Lula no estaba en la boleta.
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