EL MUNDO • SUBNOTA › LA REBELIóN áRABE LE LLEGA EN MEDIO DE UNA LUCHA MILITAR INTERNA
El gobierno de Benjamin Netanyahu se vio obligado a cancelar, por primera vez en la historia del país, la designación del postulante a nuevo jefe de las fuerzas armadas, Yoav Galant. El escenario post-Mubarak complica a Netanyahu.
› Por Sergio Rotbart
Desde Tel Aviv
La ola de protestas que derribó a Mubarak en Egipto sorprendió a los israelíes en un momento de especial vulnerabilidad: con la cúpula militar sumida en luchas internas en torno de la sucesión del jefe del ejército y la dirigencia política complaciente ante la parálisis absoluta del “proceso de paz” con los palestinos. En tal contexto, no sorprende que en la opinión pública predominen el miedo y los prejuicios hacia “la multitud árabe”.
Cuando las noticias sobre las manifestaciones masivas y la caída del régimen de Hosni Mubarak llegaron a los titulares de los medios israelíes, éstos estaban dedicados casi exclusivamente a la “guerra de los generales”. La expresión más dramática de esa disputa castrense ocurrió la semana pasada, cuando el gobierno de Benjamin Netanyahu se vio obligado a cancelar, por primera vez en la historia del país, la designación del postulante a nuevo jefe de las fuerzas armadas, Yoav Galant, luego de que el procurador general del Estado la considerara inviable desde el punto de vista jurídico. A Galant, quien fue acusado por una organización ecologista de apropiarse ilegalmente de tierras públicas con la finalidad de expandir el predio de su residencia privada, se le adjudica además el delito de falso testimonio durante el proceso judicial que se inició en su contra. Tras la no aprobación de su candidatura por parte de la Justicia, el mismo gobierno que lo nombró no tuvo más remedio que anular tal decisión controvertida –tanto en el plano judicial como en el público– y designar a otro candidato, Benny (Benjamin) Gantz, previamente descartado por el ministro de Defensa, para el cargo de nuevo comandante en jefe del ejército.
El contexto en el que se inscribe semejante saga jurídico-militar es la enemistad existente entre Ehud Barak, ministro de Defensa, y el jefe del ejército saliente, Gabi Ashkenazi. La tensión entre ambos aumentó cuando Barak decidió no prolongar el período de Ashkenazi y, como resultado de ello, también se acentuó el enfrentamiento sectorial en el seno del ejército entre los leales al comandante en funciones por un lado y, por el otro, los allegados al candidato del ministro. Barak apostó por Yoav Galant a pesar de que sabía que podría ser cuestionado por grupos sociales que lo consideraban responsable de acciones reñidas con la ética pública (el caso de las tierras anexadas a su propiedad seguramente es considerado de ínfima importancia por las víctimas palestinas del operativo militar Plomo Fundido, llevado a cabo en enero de 2009 en la Franja de Gaza, del cual Galant fue responsable directo en calidad de jefe de la comandancia sur del ejército). Pero, seguidamente, el ministro de Defensa dio otro paso que sorprendió a todos los actores de la escena política local: abandonó el Partido Laborista que hasta entonces lideraba y creó una bancada parlamentaria propia (a la que le puso el pomposo nombre de “Independencia”), con vistas a convertirse en un nuevo partido de “centro”.
La sorpresiva jugada le dio a Barak el margen de maniobra que buscaba para seguir siendo “Mr. Seguridad” en el gobierno de extrema derecha encabezado por Netanyahu. Para ello se deshizo de sus ex correligionarios laboristas que amenazaban recurrentemente con exigir la retirada del gobierno luego de que éste se negó a reanudar el “congelamiento” de los asentamientos judíos en Cisjordania, propinándoles así el golpe de gracia a las conversaciones de paz con la dirigencia palestina. Incluso se dio el lujo excéntrico de endilgarles el mote de “postsionistas” y “postmodernistas”. Pero, llegado el momento de hacer valer su insistencia en la designación del general Galant como nuevo comandante militar, se encontró sin el respaldo suficiente para contradecir al primer ministro. Netanyahu fue, en efecto, quien finalmente impuso la designación de Benny Gantz, a quien se considera alejado de las pujas sectoriales que conmueven a las fuerzas armadas, por encima de la inicial negativa de su ministro de Defensa.
La imagen pública de Ehud Barak quedó seriamente deteriorada, puesto que casi todos los medios lo hacen responsable de enterrar al ejército en el lodo de las rivalidades personales en momentos en que, desde Túnez hasta Egipto, el mundo árabe y el Medio Oriente atraviesan un torbellino político de consecuencias desconocidas. Algunos analistas incluso propusieron la arriesgada versión de que detrás de la apuesta del ex dirigente laborista se estaba “cocinando” la conducción tripartita (Netanyahu-Barak-Galant) capaz de llevar a cabo un ataque contra Irán. Esa meta sería inalcanzable, siempre de acuerdo con la misma especulación si, en cambio, en ese triunvirato se reemplaza el nombre de Galant por el de Gabi Ashkenazi, el jefe del ejército próximo a terminar su período, quien se opondría terminantemente a la vía militar y propondría, como alternativa político-diplomática, un acuerdo de paz con Siria como mejor estrategia tendiente a neutralizar la influencia iraní en la región.
El premier Netanyahu es el principal vocero de la línea dura antiiraní. Las protestas masivas de los ciudadanos egipcios contra el régimen de su presidente, Hosni Mubarak, le brindaron la oportunidad de revitalizarla. Por cierto, el líder derechista destacó el inminente “peligro de que Egipto siga los pasos de Irán”. Además, elevó un pedido a los líderes del mundo a que fomenten la importancia de preservar el acuerdo de paz israelí-egipcio, al que calificó de “bien estratégico del Estado de Israel”.
Subestimadas durante décadas por la derecha, que las calificó de “paz fría”, repentinamente esas relaciones bilaterales pasan a ser la garantía de la estabilidad regional. Ante el miedo a la peor de las alternativas, es decir a que asciendan al poder los Hermanos Musulmanes, la fuerza islamista egipcia, Mubarak era el mejor de los aliados, como lo fue el sha de Irán, Muhammad Reza Pahlevi, hasta 1979. El Egipto de Mubarak fue, en calidad de líder del mundo árabe prooccidental, el que fijó los límites del consenso de esa alianza antiiraní. Con el veterano dirigente ya fuera del poder, no es probable que el país que surja como resultado de la rebelión popular siga ocupando esa posición de liderazgo. Como lo ejemplifica el analista israelí Zvi Bar-el, “tal vez su lugar lo ocupe, en el mejor de los casos, Arabia Saudita, que no se caracteriza precisamente por sus cualidades democráticas, y depende de los Estados Unidos para defenderse, aunque en caso de necesidad podría acercarse a China o a Rusia”. Y, en el peor de los casos –agrega Bar-el– “podría ser Siria, que estaría interesada en poner en marcha el eje turco-iraquí-iraní, que hasta ahora no ha podido fijar una agenda para el Medio Oriente, precisamente porque ha sido frenado por Egipto y Arabia Saudita”.
Sin el Egipto de Mubarak se reduce considerablemente la capacidad del bloque norteamericano-europeo de gestionar una “política árabe”. Washington lo ha descubierto un poco tarde. Más allá de los factores de poder, la mayoría de los israelíes también prefiere ignorar el rasgo civil-democrático y el potencial emancipatorio de las protestas populares y subrayar, por el contrario, el miedo a una nueva amenaza, que acecharía ahora desde un nuevo frente.
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