EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eduardo Febbro
De pie. Con los ojos bien abiertos para no perder ni un segundo del fulgurante movimiento de la historia que los países árabes del sur del Mediterráneo le ofrecieron al mundo ante las atónitas reacciones y regateos de las potencias mundiales. El movimiento democrático egipcio puso fin a treinta años de una dictadura policial, corrupta y represiva cuya permanencia arreglaba los intereses estratégicos y los negocios de las democracias del norte. Al mismo tiempo que destronaron al presidente de Túnez primero y al de Egipto después, las revueltas democráticas que se iniciaron el 17 de diciembre pasado en la localidad tunecina de Sidi Bouzid corrieron el maquillaje de la hipocresía, la falsedad, las invocaciones vacías de acción, la impostura y la duplicidad con las cuales las democracias occidentales actuaron frente a los países del mundo árabe musulmán. Por todos los medios y en todos los soportes posibles nos vienen diciendo que esos pueblos eran un nido de fundamentalistas dispuestos a todo con tal de destruir los valores occidentales, que esas sociedades vivían enceguecidas por la religión, la ignorancia, hundidas en un abismo secular del cual nunca podrían extraerse. Pero transformaron la realidad: sin bombas, ni secuestros, sin extremismos ni extorsiones, a fuerza de abnegación y resistencia y sin otra violencia que la que los mismos regímenes asfixiados por la multitud desencadenaron para aplastar la rebelión. La primera gran revolución del siglo XXI estalló en una zona del mundo a la que los portavoces del bien y de los grandes principios democráticos condenaron a un destino sin salida. Construcción mentirosa, degradante. La revolución del sur del Mediterráneo se tejió con el sacrificio del fuego, Internet, redes sociales, humillaciones, hartazgo, valentía, juventud, rabia, deseo de libertad, de equidad, de dignidad. En Egipto se impuso al final la República de la Plaza Tahrir contra el conglomerado represivo de un régimen con el cual los campeones mundiales de la democracia, los derechos humanos, la protección social, las convenciones internacionales y la difusión de la moral, Estados Unidos y la poderosa Unión Europea, tuvieron relaciones privilegiadas, hicieron negocios millonarios, asesoraron y mantuvieron en pie a fuerza de darle millones de dólares en cooperación militar y espacios de legitimidad internacionales.
El proceso revolucionario del sur del Mediterráneo es un acta de defunción de todas las estrategias empleadas hasta ahora por las potencias para modelar a su manera los destinos de la región. La invasión de Irak en 2003 con el argumento de extirpar al tirano Saddam Hussein e implantar la democracia no hizo más que desencadenar violencia y exacerbar las identidades locales y religiosas, empobrecer al país y dejar a Irak en plena confrontación confesional. La misma lección puede sacarse de la invasión israelí del Líbano en 2006 con el pretexto de aplastar al Hezbollah y favorecer la emergencia de una democracia nueva. Un fracaso rotundo y sangriento. El cóctel de invasiones salvadoras, promoción de políticas neoliberales, privatizaciones, reducción del rol del Estado, especulación financiera y sostén de regímenes innombrables y asesinos de sus propios pueblos condujo al drama que estalló a mediados de diciembre cuando el joven vendedor ambulante de frutas, Mohamed Bouazizi, se inmoló en la localidad tunecina de Sidi Bouzid. Allí se encendió la mecha. Cómo no recordar en estas líneas a la ya eterna y conmovedora imagen del checo Jan Palach. Desesperado ante la ocupación de Checoslovaquia –hoy República Checa– por las tropas rojas del Pacto de Varsovia, Jan Palach se inmoló el 19 de enero de 1969 en la Plaza Venceslas de Praga. Fuego contra el horror de la falta de libertad. El sacrificio de Palach no puso fin al totalitarismo rojo. Hicieron falta veinte años hasta que el Muro de Berlín cayera en 1989. Mohamed Bouazizi desató una revolución inmediata. Su cuerpo ardió y con él se quemó uno de los montajes políticos más humillantes de la historia de la humanidad, semejante a las dictaduras de Argentina, Chile, Uruguay, Brasil, Perú, Paraguay o Bolivia. Antes de Bouazizi murieron otros. La conquista del olvido que es el lenguaje no puede excluir: Khaled Said, por ejemplo, el joven bloguero egipcio asesinado por la policía secreta en Alejandría el pasado 28 de junio. Los egipcios le rindieron el más espectacular de los homenajes: la convocatoria al Día de la Ira que el pasado 25 de enero inició las revueltas contra el régimen de Mubarak fue realizada a través de la página “Todos somos Khaled Said” abierta en Facebook.
Los árabes se enfrentaron solos con la historia, se plantaron delante de los monstruos políticos y de la brutalidad de los sistemas que administran para decirles hasta aquí llegamos con el espanto. La generación digital más activa no estaba finalmente en San Francisco, Nueva York o Berlín, sino en Túnez y en El Cairo. Internet no hizo más que comunicar más rápido décadas de humillación, represión y empobrecimiento. El oxígeno universal que exhala desde el sur del Mediterráneo nos autoriza el más profundo, delirante, exquisito y emocionante de los sueños: otro mundo es posible, otra sociedad es posible. Aquellos que habían sido relegados a los territorios invisibles de la historia emergieron con una luz, tal vez tan poderosa y esencial como la que, en el Siglo de las Luces, transformó para siempre el destino del ser humano.
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