Berlín es la nueva meca europea del arte y la modernidad, de la diversión y la libertad. Es una ciudad multicultural y con forma de igualitaria. Pero lo que un turista no detecta a simple vista es la gran brecha social que dejó para siempre el muro que se levantó hace cincuenta años. Más de dos décadas después de su caída en noviembre de 1989, el viejo fantasma de la ciudad dividida aún no desapareció ni en el este ni en el oeste.

Muchos alemanes siguen sin sentir que son un único pueblo. Los esfuerzos realizados con la unión monetaria, la recolocación de millones de personas o la reconstrucción de casi todos los pueblos y ciudades de la ex República Democrática Alemana (RDA) no acabaron con la gran diferencia social, cultural y económica entre el este y el oeste. Las condiciones de vida se igualaron, en muchos aspectos, como educación y salud, pero el rendimiento económico de los cinco estados federados de la ex República Democrática de Alemania sigue siendo en torno del 70 por ciento del nivel de los once occidentales. Los salarios llegan sólo a un 78 por ciento en el este, mientras que el desempleo es casi el doble. Esa diferencia es extrema en la capital de la primera potencia económica europea, donde la tasa de desocupación supera el 13.5 por ciento frente al 75 de todo el país.

Berlín es la ciudad con más contradicciones de Alemania: no hay trabajo, pero miles buscan hacerse un hueco profesional en ella; es la más turística del país y al mismo tiempo una de las más sucias. Artistas y diseñadores se asientan ahí, pero venden sus obras al resto del país.

Centenares de personas recorren calles, bares y plazas en busca de botellas vacías que podrán cambiar por unas monedas en los supermercados. No sólo desempleados, también jubilados a los que no les alcanza la pensión. Personas que vivieron en el satélite comunista y nunca lograron acomodarse al nuevo sistema que consideran ajeno y los jóvenes que abandonan los estudios. En esta ciudad, la educación es una de las principales deudas pendientes.