EL MUNDO • SUBNOTA › EL ESCRITOR URUGUAYO JORGE MAJFUD, RADICADO EN ESTADOS UNIDOS, REFLEXIONA SOBRE EL ANIVERSARIO
Majfud analiza la vida cotidiana de los estadounidenses, diez años después del atentado. Más allá de la fuerte presencia del tema en los medios, el norteamericano medio, dice, prefiere no hablar de eso. Los temores y los cambios que provocó.
› Por Lourdes Vitabar *
–¿Cómo se recuerda en Estados Unidos el atentado 10 años después?
–Se recuerda como la mayoría imaginó sobre lo que iba a ser. Un hito en la historia de Estados Unidos, por haber sido el primer ataque de un poder extranjero en suelo propio, si no consideramos Pearl Harbour, que Japón llevó a cabo sobre el océano Pacífico en 1941 cuando Hawai todavía no se había convertido plenamente en un estado de la unión; un hito que provocó o justificó (dependiendo de la lectura que se realice) las guerras en Irak y Afganistán, dos de las guerras más largas de la historia contemporánea.
–¿Todavía es tema de conversación?
–Lo fue, especialmente en los medios de comunicación. Todavía lo es, en menor medida, en esos mismos medios. Sobre todo cuando hay un aniversario o algún hecho está directamente relacionado con ese acontecimiento. No lo es en la población en general. Por el contrario, tengo la fuerte sospecha de que en cierto grado es algo que se está convirtiendo en un tabú. Es decir, por un lado es omnipresente en el inconsciente colectivo y por el otro se evita lo más posible. No se quiere hablar de eso, por cansancio o porque sus consecuencias han ido mucho más allá de lo deseado. Dos guerras interminables, tres mil muertos en un día, más de tres mil soldados y muchas decenas más de iraquíes muertos como consecuencia directa o indirecta de la reacción militar; una economía herida por el costo astronómico de ambas ocupaciones, un tema de discusión que encuentra a tirios y troyanos dentro de un mismo país, conscientes de que sus puntos de vista sobre las reacciones internas y externas son a veces irreconciliables. Pocos meses antes del décimo aniversario de aquellos atentados, el hombre más buscado del mundo, responsable o responsabilizado por los hechos, fue capturado y muerto. Bin Laden puede ser tema repetido en los medios de prensa; definitivamente no lo es entre la población común que prefiere escuchar sobre esas tragedias y hablar sobre fútbol, sobre Lady Gaga o sobre temas económicos. Una gran proporción de estadounidenses están obsesionados con volver a un pasado que seguramente los horrorizaría de hacerse realidad. Generalmente, éste es el público que se define como conservador y religioso. Es la misma mentalidad de Hesíodo o del cristianismo medieval según la cual la Edad de Oro fue la primera y todas las demás han sido un largo camino de decadencia moral hasta nuestra Edad de Hierro.
–Pero en el día a día, ¿afecta todavía la vida del estadounidense o es un hecho del pasado?
–Sí, afecta, pero, como decía, creo que en todo caso afecta por algunas consecuencias prácticas (los cambios en la seguridad, las acciones bélicas de los últimos diez años y sus consecuencias económicas); y afecta por sus consecuencias psicológicas, expresadas en un silencio significativo. También hay que recordar que en comparación a la vocación latinoamericana de la disputa ideológica, de la lucha política, el norteamericano prefiere rehuir este tipo de discusiones; se siente más cómodo actuando que argumentando. Cuando argumenta, lo hace con pasión controlada y casi siempre a través del discurso de un líder; casi siempre se nota su entrenamiento dominical en el ejercicio de escuchar y no contestar, más propio de las iglesias.
–¿Qué tanto ha cambiado la forma de ver el mundo del estadounidense promedio?
–No estoy seguro. No he vivido aquí durante las décadas y los siglos anteriores. Pero por lo que puedo deducir de su historia, mi opinión es que siempre cambian las formas. En las universidades ha habido una explosión del interés por los idiomas y las culturas hispánicas y árabes, por ejemplo. Pero la raíz de los pensamientos más profundos, de las formas de actuar (al igual que en el caso latinoamericano si vemos la misma historia indígena o prehispánica), se siente siempre como un fuerte eco, en cada gesto, en cada decisión apresurada. Cambian las formas, no los impulsos más radicales, sobre los cuales está basada la mayor parte de las ideas y los pensamientos populares.
–¿La población se siente más amenazada hoy que hace diez años?
–El miedo a otros atentados terroristas es menor. Tal vez no porque el país sea más seguro que antes, sino porque ha bajado la tensión psicológica que provocaron el impacto real primero y los discursos políticos después. Objetivamente, si vemos las tragedias que ocurren cada día por enfermedades, por cataclismos climáticos o por muchas otras razones, la posibilidad de morir en un atentado terrorista internacional son bajísimas. Aunque casi cualquier parte de Estados Unidos es más segura que cualquiera de las grandes ciudades latinoamericanas, más personas mueren anualmente por el mal uso de armas, por accidentes de tránsito o por dietas suicidas que por el peor atentado que haya registrado la historia. Por otra parte, la frustración por una economía que es percibida en recesión, aunque haya salido de ella hace más de dos años, ha sustituido todas las demás preocupaciones. Tengo la impresión de que, o una parte del pueblo norteamericano necesita de una obsesión con que ocupar su mente, o existe un Gran Hermano que está haciendo un buen negocio desde su púlpito, creando un permanente estado de alarma. En el fondo, es algo muy cristiano. Quizá cuando dejen de sentir la ansiedad azteca de que es necesario un permanente sacrificio para mantener el mundo girando, este pueblo alcanzará la paz espiritual. Y algún otro, la paz, a secas.
–¿Se preocupan porque vuelva a ocurrir?
–En el tímido discurso social y en el agresivo discurso mediático, sí. En el fuero interior de cada individuo, sospecho que no, más allá de que sea siempre una posibilidad innegable.
–¿Ocurrió algún cambio importante en la sociedad norteamericana derivado de este hecho?
–Los atentados del 11 de septiembre hicieron posible, entre otras cosas, que los años ’80, inaugurados en las políticas de Reagan (mi amigo Noam Chomsky dice que Reagan nunca existió) se perpetuaran diez años más allá de la era Clinton, la que pareció relajar algo las políticas conservadoras. La locura y el horror de ese día, presenciados en directo por el mundo entero fueron el clímax de una Era que está a punto de desaparecer: un mundo basado en el petróleo y en la idea de un futuro ilimitado. Personalmente creo que el futuro terminó con la presidencia de Carter. Desde entonces ya no tuvimos hombres en la Luna, el año 2000 llegó miserablemente, sin guerras de las galaxias, el pasado y la naturaleza recuperaron su prestigio. Los fanáticos religiosos, de un lado y del otro, también recuperaron el discurso hegemónico, en manos de los fanáticos cientificistas hasta la Segunda Guerra Mundial. El 11 de septiembre fue una tragedia humana. Eso no se discute. Pero para la historia contemporánea y más allá fue, sobre todo, la expresión simbólica de un tiempo que se partió en dos grandes Eras donde el único paradigma histórico que ha sobrevivido es el capital.
* Radio Uruguay, Sodre.
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