Dom 30.10.2011

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINION

Para contar, no punir

› Por Eric Nepomuceno

Ha sido aprobada en la Cámara de Diputados, ha sido aprobada en el Senado. Ahora falta que la presidenta Dilma Rousseff (foto) la refrende, lo que ocurrirá en cualquier momento. Y Brasil tendrá, por fin, una Comisión de la Verdad, es decir, un grupo de notables que tendrán un plazo de dos años para aclarar una vasta serie de denuncias de desapariciones, asesinatos, torturas, sevicias.

Pasados veintiséis años del final formal de la dictadura, el Senado brasileño aprobó por unanimidad, en la noche del miércoles, 26 de octubre, el proyecto de ley enviado por la presidencia de la República. Al fin se sabrá lo que pasó bajo el terrorismo de Estado, o al menos parte de lo que pasó. Nadie será punido. Y aquí empiezan los líos.

Antes de los legisladores, teóricamente representantes del pueblo, el proyecto fue aprobado por las fuerzas armadas, es decir, los responsables por los crímenes de lesa humanidad que ahora serán investigados. La idea de establecer una Comisión de la Verdad sólo siguió adelante porque estaba implícito que nadie será punido.

Se podrá saber quién fue torturador, quién asesinó, quién violó, pero no se podrá punir a nadie. Antes de todo eso, en 2010, la posibilidad de que la ley de amnistía decretada al borde de la dictadura, en 1979, fuese declarada nula, fue fulminada por la Suprema Corte brasileña.

Es como si nadie recordara en qué condiciones esa ley fue negociada. Lo más curioso es que el relator del proceso en esa Corte Suprema, el ministro Eros Grau, fue, él mismo, un preso político de la dictadura y sometido a suplicios que en aquellos tiempos eran parte de la rutina. Gracias a ese voto dubio, no exactamente digno, que contrarió y contraría acuerdos y convenios internacionales firmados por Brasil, los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura que imperó entre 1964 y 1985 permanecerán impunes. Eros Grau ahora divide su tiempo entre largas temporadas en París y la escritura de novelas eróticas de dudosa calidad literaria.

Así las cosas, en mi país: no hubo debate público, nadie fue consultado, nadie opinó sobre nada. El proyecto de ley enviado por el Poder Ejecutivo al Congreso fue previamente negociado con los tres jefes militares. El interlocutor ha sido el entonces ministro de Defensa, Nelson Jobim, una figura bizarra que primó por su sumisión servil a los uniformados. La condición impuesta por los jefes militares, y acatada por el entonces presidente Lula da Silva, ha sido que nadie fuese punido por las barbaridades cometidas. Lula cedió. Aceptó esa exigencia inmoral, que, vale reiterar, contraría acuerdos, convenciones y determinaciones que Brasil firmó.

Lo más duro es que, si hubiese una consulta pública, un plebiscito o algo parecido, lo más probable es que hubiese imperado el “mejor dejarlo tal como está”. La sociedad brasileña no quiere saber de líos, de problemas, de revolver el pasado. Los grandes conglomerados de comunicación, todos ellos vinculados, de una o de otra manera, con los beneficios de la dictadura, no abren espacio para el debate de ideas y propuestas.

La dictadura terminó hace 26 años y terminó mal: el primer presidente civil no fue elegido por nadie que no fuese integrante del Congreso. El electo ha sido José Sarney, quien a lo largo de la larga dictadura ha sido afiliado al partido que la respaldaba en el Congreso. José Sarney es el presidente del Senado. El relator del voto del Senado fue Aloysio Nunes Ferreira, un político íntegro, que participó de la lucha contra la dictadura y vivió años de exilio. Hizo lo que pudo, es decir, poco.

Lula da Silva, en sus ocho años de presidencia, no quiso hacer que esa pelea fuese suya. Tuvo un secretario de Derechos Humanos, Paulo Vanucchi, ex preso político, ex torturado, que luchó lo que pudo para llevar a una ley capaz de restablecer la verdad y la dignidad. Vanucchi perdió. Lula se sometió, callado, a los dictámenes de la caserna, alegremente defendidos por Nelson Jobim.

Dilma Rousseff, una ex presa política que pasó por los horrores que Lula ni de lejos conoció, determinó que al menos la verdad sea conocida. Que se sepa quién asesinó, quién torturó, quién secuestró. Seguirán impunes a los ojos de la ley. Pero no a los ojos de la humanidad, o de quien se interese por esas cosas a las que llaman memoria.

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