Mié 13.02.2013

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINIóN

Dios no lo permita

› Por Fernando D’Addario

Un feriado anodino, sólo alterado por la noticia de la dimisión de Benedicto XVI, estimuló la nostalgia positiva de una conocida periodista de televisión. Convencida de que expresaba el anhelo de la inmensa mayoría de los argentinos, recordó: “Cuando murió Juan Pablo II todos nos ilusionamos con la posibilidad de que asumiera como papa nuestro cardenal Bergoglio. Pero no pudo ser. Ojalá esta vez se nos dé”. Esta humilde columna le contesta, desde el más sincero agnosticismo: “Dios no lo permita”. ¿O es que no nos alcanza con tener una reina?

Hay una tilinguería ingenua (o pretendidamente ingenua) que despoja (o pretende despojar) a este arrebato argentinista de toda connotación político/ideológica. Ese “ojalá se nos dé” es equivalente a “seríamos noticia en todo el mundo, pero por buenas razones...”. Si Freud y Sartre charlaran sobre el asunto se harían un picnic con esta mezcla de complejo de inferioridad y espíritu colonizado. Pero les costaría desentrañar “el caso argentino”, ese extraño combo de europeísmo aspiracional y nacionalismo de cotillón.

Sin embargo, no alcanza con la exposición de la tilinguería criolla para impugnar la candidatura de “nuestro” papable. No es lo mismo “tener” una reina que “tener” un papa. En el imaginario de una parte de la clase media argentina, la consagración monárquica de Máxima es, apenas, el trampolín para una tapa de la revista Hola, la excusa para una charla de peluquería o de café. Sus apologistas son los mismos que desprecian a la “Reina Cristina” porque Cristina, a diferencia de la futura monarca de Holanda, sería, en todo caso, “una reina que gobierna”. Máxima gusta porque no se mete en política. No molesta a nadie. Es puro amor y simpatía.

Nada que tenga que ver con el amor y la simpatía está en juego cuando se dirime una sucesión eclesiástica. Y para una sociedad pendular como la nuestra, la irrupción de un argentino en las grandes ligas del establishment religioso significaría una regresión cultural de al menos cincuenta años. En principio, produciría un reacomodamiento político/mediático de alcances desconocidos. ¿Es posible imaginar adónde llegarían Elisa Carrió y Eduardo Feinmann con papa propio? Quizá nos toparíamos con un Macri empujado por Duran Barba a la comunión diaria, seguramente un coro de candidatos –ex monaguillos– apelaría a recuperar los valores perdidos (por supuesto, no los de la pedofilia ni los de la multiplicación de los panes en el Vaticano). Daniel Scioli seguiría siendo el mismo de siempre.

De todos modos, si los santos nos ayudan, lo más probable es que la Argentina no sea bendecida por el humo blanco de la designación papal. Abundan las razones geopolíticas para priorizar otras plazas firmes de la piedad católica. Pero, ay ay ay, la elección de los purpurados también contempla cierta misión redentora. Los tipos son amantes de los derroteros épicos, de esos que dan vuelta cualquier batalla cultural. No sea cosa que, así como en los ‘80 eligieron a Karol Wojtyla para canalizar religiosamente la lucha del pueblo polaco (esto es, la de todo el mundo occidental y cristiano) contra el totalitarismo soviético, ahora designen a un papa argentino para salvarnos del populismo gay friendly/abortista que se expande como una peste por estas pampas.

Para finalizar, vayan aquí unas líneas tímidamente reivindicatorias de Joseph Ratzinger. Un hombre que no ha sido favorecido por el “ángel” de la mercadotecnia cristiana. Una cara y una mirada más cercanas a la caricatura mefistofélica que a la postal de beatitud de quien debe guiar a su rebaño al reino de los cielos. Un cuadro eclesiástico que expresó rigurosamente la esencia jerárquica y elitista de la Iglesia Católica. En suma, un auténtico piantafieles. Con cinco papas más como Ratzinger se cumplirían los sueños y/o pronósticos de Nietzsche, Marx y Freud sin que mediaran superhombres, revoluciones proletarias ni una cura de la neurosis colectiva. Es cuestión de gustos. Habrá quien prefiera al papa de la candidez permanente, que cada vez que besaba a un niño en un ignoto país africano o saludaba a un pueblo en su idioma original había que prepararse para lo peor.

Nadie sabe para dónde se inclinará esta vez la balanza del maniqueísmo vaticano. ¿Tendremos un Papa “bueno” o un Papa “malo”? Sólo cabe esperar y rezar: si Dios realmente es argentino, el próximo papa será angoleño.

Nota madre

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