EL MUNDO • SUBNOTA › MANIOBRAS DE UN MAGISTRADO
› Por Eric Nepomuceno
Cuando era postulante a una plaza en el Supremo Tribunal Federal, el entonces juez Joaquim Barbosa entró en contacto con José Dirceu, jefe de Gabinete del primer gobierno de Lula da Silva (2003-2007). Presentó un pedido rutinario: apoyo para que su currículum fuese entregado en mano al presidente, a quien le toca elegir a los miembros de la Corte Suprema brasileña.
Dirceu lo recibió, y luego de encaminar su pedido a Lula comentó con Barbosa: “Ojalá llegue el día en que postulantes como usted obtengan la indicación por sus propios méritos, y no por indicaciones políticas como la que me pide”.
Barbosa fue elegido por Lula porque Lula quería ser el primer presidente en indicar a un negro para el Supremo Tribunal Federal. De origen humilde, Joaquim Barbosa construyó su carrera gracias a un esfuerzo descomunal. Intentó ingresar en la carrera diplomática, pero fue rechazado por su personalidad “insegura, agresiva, con profundas marcas de resentimiento social”, como dice el laudo psicológico que lo reprobó.
El sistema judicial brasileño está, como toda la estructura del sistema político, plagado de vicios de raíz. La conducción mediática y espectacular del juicio que llevó Dirceu y Genoino a la cárcel es prueba cristalina de los desmadres de la Corte Suprema.
Barbosa, juez de vasta experiencia, expidió los mandatos de prisión sin determinar la pena de los condenados. Lo hizo a propósito. Dirceu y Genoino, sus odios personales, fueron sometidos a un régimen indebido. Más que detenerlos, era necesario exponerlos a la execración pública.
Deberían, por derecho legal, ser conducidos a un centro de detención en régimen semiabierto, es decir, que los obligaría a pasar la noche en la cárcel, en celdas individuales, y poder trabajar y tener actividades normales –aunque controladas– durante el día.
La pena a la que fueron condenados les asegura eso. Barbosa lo sabe muy bien. Por eso, exactamente por eso, emitió un mandato impreciso de prisión, al que la autoridad responsable de la ejecución tiene que obedecer.
Barbosa, usando sus prerrogativas de presidente de la Corte Suprema, adoptó una decisión personal. Dispensó de la costumbre de consultar al colegiado. Es un emperador, un dueño absoluto de la verdad. La venganza es el reflejo de un profundo resentimiento social. Tendrá sus razones. Sus actos no tienen justicia alguna.
Joaquim Barbosa, en fin, tiene una amplia y bien iluminada alameda para caminar, rumbo a una estrepitosa carrera política en aguas de la derecha más moralista, cuna cálida de la hipocresía.
Alguna vez se realizará la exhumación de esa historia, como ahora se exhumaron, hace pocos días, los restos mortales de João Goulart, presidente depuesto por un golpe ocurrido el primero de abril de 1964. Detalle: se cambió, oficialmente, la fecha para el 31 de marzo. Es que el 1º de abril se celebra, en Brasil, el día de los tontos. El día de la mentira.
Por cinco décadas nadie comentó que, cuando el Congreso Nacional declaró vacante la presidencia, Joao Goulart estaba todavía en territorio brasileño. El nombramiento de Ranieri Mazzili, presidente de la Cámara de Diputados, para ocupar la presidencia interina, luego abriendo espacio al general Castelo Branco, primer dictador militar, fue una farsa cubierta por el falso barniz de la ley y amparada por la totalidad de los medios hegemónicos de comunicación. Ahora se reconoce, oficialmente, lo siempre sabido.
Alguna vez se sabrá la verdad por detrás de esa farsa consagrada por el Supremo Tribunal Federal, construida y alimentada por la gran prensa.
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