Jue 11.09.2003

EL MUNDO • SUBNOTA

“¿Viste la TV? Hay un programa muy bueno. Se llama Ataque a América”

Por Isabel Piquer *
Desde Nueva York

Este año no habrá grandes ceremonias ni grandes discursos. Nueva York vivirá el segundo aniversario de los atentados de forma más personal. El presidente George W. Bush ni siquiera se desplazará a la ciudad y muchos de los familiares de las casi 3000 víctimas se quedarán en casa. Paulatinamente, el 11 de septiembre empieza a “normalizarse”.
Aceptada la inmensidad de la tragedia, los neoyorquinos aspiran a volver a sus vidas. El miedo no se ha ido del todo pero el tiempo ha permitido hablar más libremente de lo que pasó aquella soleada mañana de septiembre. Es un momento de transición. Una pausa. Después de la tragedia, el recuerdo, y la conmemoración, ya sólo queda la recuperación política. Ocurrirá el año que viene, cuando el Partido Republicano celebre su convención en Nueva York, unos días antes del tercer aniversario, y previsiblemente nombre a Bush candidato a las elecciones presidenciales del 2004.
Hace unos días se estrenó en un teatro de la calle 42 Recent tragic events, una tragicomedia que cuenta los altibajos de una cita a ciegas la noche posterior a los atentados, una reflexión sobre la ineluctabilidad de los acontecimientos. “¿Viste la televisión? Ponen un programa muy bueno. Se llama Ataque a América y es muy muy largo”, dice uno de los protagonistas. “Antes (de los atentados) me despertaba por las mañanas pensando en lo que iba a hacer, ahora pienso en lo que me va a pasar.” Eran frases impensables hace tan sólo un año. Los estadounidenses saben reírse de Osama bin Laden y Saddam Hussein pero hace poco que han aprendido a distanciarse del 11 de septiembre.
Ningún país escenifica (y exporta) mejor sus crisis que Estados Unidos. La catarsis colectiva es un rito por el que pasan todos los traumas del país. Los ataques no han sido una excepción. El domingo pasado, la cadena Showtime difundió en su hora de máxima audiencia un telefilm sobre el transcurso de aquellas horas de crisis en la Casa Blanca, un panegírico sobre la presidencia republicana. Los críticos se apresuraron en notar que Timothy Bottoms, el actor que encarnaba al presidente en históricas circunstancias, lo había ridiculizado despiadadamente hace unos años en la serie satírica “That’s my Bush!”. Avatares de la terapia televisiva.
Lo cierto es que las heridas sólo han cicatrizado superficialmente. Nueva York ha recobrado su ritmo obsesivo pero en el fondo sigue conmocionada. Varias encuestas publicadas recientemente en los medios de comunicación afirman que entre un 70 y un 86 por ciento de los neoyorquinos cree que volverá a ser el blanco de un ataque terrorista. Un tercio asegura que su vida no ha vuelto a la normalidad. Los sondeos indican que más de la mitad desaprueba la política de Bush y del alcalde, el también republicano Michael Bloomberg. Hace un año todavía lo apoyaban. La ciudad, y muy especialmente el bajo Manhattan, no acaba de recuperarse. La crisis económica ha empeorado la situación. En dos años, Nueva York ha perdido 162.000 puestos de trabajo. La mayoría de las firmas que trabajaban en las Torres, inquilinos de la talla de Morgan Stanley o Cantor Fitzgerald, que ocupaban varios pisos de las torres, no han regresado, ni piensan regresar, al distrito financiero. O se han mudado a la otra orilla del Hudson, en Nueva Jersey o se han instalado en el barrio de oficinas del centro. La ayuda federal de 20.000 millones de dólares prometida por la administración Bush no ha llegado.
Otras cifras describen el inconmensurable horror de lo ocurrido. Sólo se ha recuperado el 45 por ciento de los restos de las más de 3000 personas que desaparecieron en los atentados (sin contar los de Washington y Pennsylvania). Los médicos forenses tienen pocas esperanzas de identificar a casi la mitad de los fallecidos. Es un macabro rompecabezas. Muchos de los casi 20.000 pedazos humanos recuperados entre los escombros no hanpodido ser analizados y se conservarán para futuros análisis, esperando que nuevas técnicas permitan ponerles un nombre. Otros serán depositados bajo el monumento a los muertos que se construirá en la zona cero.
Para muchas familias ha sido una espera inútil e increíblemente dolorosa. El lunes pasado, los padres de Michael Ragusa, unos de los 343 bomberos fallecidos en las labores de rescate, decidieron finalmente enterrar a su hijo en Brooklyn, ante la evidencia de que nunca recuperarían nada. Sus compañeros lloraron ante un ataúd vacío.
Los familiares se enfrentan a otro problema no menos grave y mucho más amargo: el de las indemnizaciones. El fondo de compensación para las víctimas, creado por Washington, pocos días después del 11/9, no ha tenido el efecto esperado. Siguiendo un complicado sistema de evaluación, caso por caso, las personas más allegadas pueden aspirar a un mínimo de 250.000 dólares y un máximo de varios millones según la cuantía, emocional y económica, de la pérdida. No hay tope. La máxima indemnización ha alcanzado los 6,8 millones de dólares. Hasta ahora apenas el 40 por ciento de los afectados ha apelado al fondo, y eso que el plazo para presentar una reclamación termina el 22 de diciembre. Su responsable, Kenneth Feinberg, ha atribuido la falta de motivación al peso del trauma y el inmenso papeleo.
Existe otra razón. Si piden dinero federal, las familias deben comprometerse a no demandar a las líneas aéreas o al propietario de las Torres Gemelas, la Port Authority, el consorcio público formado por los estados de Nueva York y Nueva Jersey. El pasado martes, un juez dictaminó que American y United Airlines, Boeing, y la Port Authority “podían haber previsto la posibilidad” de un ataque como el ocurrido contra las Torres y por tanto ser juzgados responsables, una decisión que sin duda alentará cientos de denuncias y sobre todo prolongará indefinidamente el proceso. Los precedentes no son muy alentadores. Los damnificados del atentado perpetrado contra el avión de la PanAm sobre Lockerbie acaban de alcanzar un acuerdo contra las autoridades libias, quince años después del suceso.
Los miedos, las inquietudes y las penas se han cristalizado en el debate sobre el futuro de la zona cero. Teóricamente, el arquitecto berlinés nacionalizado estadounidense Daniel Libeskind está a cargo del proyecto. Su diseño incluye la Torre de la Libertad, la estructura más alta del mundo, un jardín vertical de 541 metros de altura, en alusión al año en el que se proclamó la independencia de Estados Unidos. En la práctica, el magnate inmobiliario Larry Silverstein, que arrendó las Torres poco antes de su destrucción, tiene la voz cantante y sobre todo tiene otros planes: recuperar los millones de metros cuadrados en oficinas que se volatilizaron el 11 de septiembre.
Inevitablemente, el 11 de septiembre, todavía intocable, se convertirá en objeto político. Algunos responsables ya han empezado a utilizarlo contra la Casa Blanca. Hace unos días la senadora por Nueva York, Hillary Clinton, denunciaba en una carta al presidente Bush la labor de la Agencia para el Medio Ambiente, que ha reconocido que los primeros análisis de la calidad del aire en la parte baja de Manhattan poco después de los atentados, aquel aire que apestaba a polvo y humo, fueron quizá demasiado optimistas y que existía de hecho un riesgo para la salud. Las discusiones y las polémicas sólo acaban de empezar.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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