EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Eric Nepomuceno
Hay muchas –y grandes– preguntas sobre el nuevo mandato de Dilma Rousseff como presidenta de Brasil.
Un ejemplo: ¿cuál será su equipo de confianza, quién ocupará cada uno de los puestos considerados clave en su gobierno?
Otro: ¿cuál será la influencia, el peso, del ex presidente Lula da Silva, indiscutiblemente su mentor y principal fiador, y la más sólida figura política de Brasil actualmente?
Y otro más: ¿cómo logrará Dilma, reelecta por estrecho margen, reconquistar la confianza del sector privado? Y otra duda más: ¿cómo logrará Dilma enfrentar una oposición parlamentaria especialmente dura, activa y agresiva?
Al fin y al cabo, ella perdió, y de lejos, en las regiones más ricas del país. En São Paulo, por ejemplo, más desarrollada y poblada provincia del país, Dilma perdió por siete millones de votos. Una tremenda derrota: Eche logró 64 por ciento de los votos de la provincia más industrializada, más rica del país, frente al 36 por ciento de Dilma. Ya en los estados pobres del nordeste su ventaja ha sido aplastante. Un dato importante: en Minas Gerais, provincia natal de los dos adversarios, Dilma ganó con relativa tranquilidad. E igualmente ganó en Río, provincia clave. Todo eso tendrá peso específico de aquí en adelante.
Son muchas las dudas que acechan sobre corazones y almas brasileñas luego de la victoria de Dilma Rousseff. Para empezar, ¿cuál será su grado de independencia frente a la figura omnipresente de Lula da Silva? Otra: luego de un equipo económico bastante desprestigiado, ¿cómo logrará armar otro, capaz de reconquistar la pérdida de confianza del mercado financiero? Y otra más: ¿cómo establecer una política de incentivo a la recuperación industrial que sea capaz de convencer a los industriales de que es la correcta y eficaz?
Entre Dilma y el PT hay más distancia de lo que permiten suponer las apariencias. En primer lugar, el PT es un partido con muchas corrientes internas, pero a la vez muy adepto del asambleísmo. Es decir: en asambleas se vota y se decide, y luego –más o menos– se cumple lo decidido.
Dilma es pez que no integra ese acuario. Es centralizadora, autoritaria, tiene voz propia y se cerca de un grupo muy restricto de su confianza absoluta. Tiene, por supuesto, un inmenso respeto por Lula da Silva, pero ese sentimiento no se extiende automáticamente al resto del partido. El diálogo no siempre fluye de manera natural.
Parte sustancial de los problemas que enfrentó en su primera presidencia se deben, acorde con los allegados más íntimos de Dilma, a la influencia de las corrientes del partido que impusieron, o forzaron, la presencia de determinados nombres en puestos clave de la administración.
Reelecta, Dilma tratará de armar su propio equipo. Lula seguirá siendo, claro está, una sombra permanente y determinante. Pero ella tratará de escapar de las mañas y artimañas internas del PT.
Tiene nombres de confianza, y con tránsito libre entre las diferentes corrientes internas del PT. Miguel Rosseto es uno, Jacques Wagner, que gobernó Bahía por dos mandatos seguidos y logró, de manera sorpresiva, elegir al sucesor, es otro. Pero hay nombres tradicionales del PT, como Aloisio Mercadante, que conquistaron las gracias de Dilma con la misma velocidad con que conquistaban el rechazo de Lula y su poderoso grupo.
Nadie tiene ninguna ilusión en Brasil: los próximos cuatro años serán especialmente difíciles, principalmente a raíz de la cuestión económica.
Pero la mayoría –pequeña, es verdad– del electorado optó por la continuidad, por el mantenimiento de los programas verdaderamente revolucionarios del PT, que integraron al mapa social brasileño unos 50 millones de personas. Gente que nunca tuvo futuro alguno, y que ahora por lo menos tiene una garantía, muy concreta, de futuro.
Serán años duros y difíciles. Como duros y difíciles, más imposibles que duros y difíciles, han sido los años antes de que el PT llegase al poder.
Ayer, Brasil hizo su opción. Y optó por el desafío de continuar, en lugar de la propuesta agresivamente neoliberal de retroceder.
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