EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Horacio Verbitsky
Desde Nueva York
El domingo por la mañana bien temprano la ciudad está desierta. A pocas cuadras del Central Park algunas personas se apresuran para llegar antes de la apertura al Museo de Arte Moderno, donde se expone una gran muestra de la obra de Henri Matisse con papeles recortados. Una mujer alta y rubia avanza por la Sexta Avenida con un cochecito en el que se acomodan un nene de poco más de un año y su hermanito mayor, ambos con motas en el pelo rubio. Los tres llaman la atención, no sólo por esa mezcla racial poco común, sino por los carteles escritos con marcador, uno en manos del chico más grande y el otro pegado en el carrito. El primero dice: “Black lives matter”. El segundo termina de aclarar la situación: “Daddy’s life matter”. Las vidas negras importan, la de papi importa, es la traducción.
Esa es una de las consignas centrales de la creciente movilización social que se extiende por el país, en respuesta a sucesivos casos de violencia institucional que con diferencia de pocas semanas costaron la vida a cinco personas de piel negra (aquí es mejor visto decir afroamericanos), que no portaban armas, que fueron muertas por policías blancos en episodios convalidados por el sistema judicial. En ningún caso el gran jurado preliminar que intervino, encontró motivos para acusar a los responsables de esas muertes que les importan a algunos, como la madre de los dos chicos rubios con motas, pero de ninguna manera a todos.
Con un presidente y un Procurador General negros, con un alcalde de Nueva York blanco pero casado con una negra y padre de dos adolescentes mixtos, la protesta es contenida. Si esto hubiera ocurrido durante la presidencia de George W. Bush y/o cuando Michael Bloomberg gobernaba la ciudad, el estallido podría haber sido violento. Es ostensible que en el sistema político y las altas esferas, el racismo carece de la virulencia que hace medio siglo generó la rebeldía encabezada por Martin Luther King y que atrajo a íconos del deporte y de la música, como Mohamed Ali, Harry Belafonte y Tony Bennet, el blanco más famoso que acompañó la larga marcha por los derechos civiles. Pero a medida que se desciende hacia la realidad cotidiana, no es tan seguro que las cosas hayan cambiado más allá de las formas.
En el Coffee Shop de Union Square, un bar sofisticado en el que las camareras parecen actrices o modelos de todas las etnias conocidas, seis policías de uniforme almorzaban el lunes como buenos amigos: cinco hombres blancos y una mujer negra, todos con sus uniformes y armas a la vista, que a la hora de la cuenta pagaron en efectivo cada uno su parte. Claro, Nueva York y su policía están mucho más integradas que Ferguson, Missouri, donde una población de abrumadora mayoría de color es atendida por una fuerza policial en la que por cada negro trabajan nueve blancos. Allí la consigna fue “Tengo las manos en alto”, que es como el adolescente negro Michael Brown estaba el 9 de agosto cuando el policía blanco Darren Wilson le disparó porque según explicó temía por su integridad. Brown era un gigante y Wilson un hombre común. Pero el dato central que el gran jurado soslayó es que Wilson no gatilló una vez sino seis, hasta que Brown dejó de moverse.
Aquí la consigna es “No puedo respirar”. Esas fueron las últimas palabras de Eric Garner, el vendedor informal de cigarrillos de tabaco por unidad, estrangulado por un policía que quiso impedirle continuar con ese trabajo ilegal. La mujer de Garner declara en un diario sensacionalista que la clave de lo sucedido no es el racismo. Coincide con el secretario del sindicato nacional de policías. “El problema no es el racismo, sino la pobreza”, dice.
Son sin duda expresiones de deseos, loables pero sospechosas, por distintas razones. El sindicalista policial agrega datos que se acercan al núcleo de la cuestión. Hay lugares del país abandonados por el sistema, cuyos habitantes no conocen otro rostro del Estado que el de la policía. No es razonable pretender que la policía atienda los problemas sociales provocados por el sistema económico y su cada día más regresiva distribución del ingreso, agrega (por la crisis económica, dice, impersonal). La mayor población carcelaria del mundo en proporción al número de habitantes es el resultado de esta forma brutal de gestión del conflicto social. El gremialista de la cana dice cosas parecidas a las que expone Sergio Berni en la Argentina. Los dos tienen razón, salvo cuando de ese modo intentan justificar lo injustificable, ya sea la represión violenta de las movilizaciones políticas y gremiales en Buenos Aires, o los crímenes contra personas desarmadas aquí, inofensivas como el vendedor de cigarrillos o como el pibe de 12 años que jugaba con una pistola que a la distancia parecía verdadera. El patrullero no se acercó lo suficiente como para verificarlo. La vida de un uniformado blanco vale más que la de un negro de cualquier actividad.
Ayer, la Comisión de Inteligencia del Senado publicó un resumen ejecutivo de medio millar de páginas con las conclusiones de su investigación sobre las torturas aplicadas por la CIA en la denominada guerra contra el terrorismo. La comisión prefiere llamarle programa de detención e interrogatorio y reiteradas veces habla de interrogatorios reforzados. El director de la agencia no niega las afirmaciones sobre el trato dado a las personas privadas de su libertad en distintos lugares del mundo. Pero le escandalizan algunas conclusiones de la comisión, dominada por los demócratas e insisten en que esos métodos ahorraron vidas estadounidenses e impidieron nuevos golpes terroristas. También niegan haber engañado al Congreso, como afirma el dictamen de mayoría. Como no puede desmentir los duros hechos, pretende que se limitaron a los primeros tiempos, porque no tenían una preparación adecuada, y que en los años subsiguientes les pusieron remedio. Los republicanos están furiosos, pretenden que la comisión pone en riesgo a agentes de la CIA en distintos lugares y que debilita la posición internacional de los Estados Unidos. El informe, por el contrario, considera que es la práctica de la tortura lo que debilita a este país.
En noviembre de 2001, dos meses después de los atentados que se usaron para justificar estas políticas, el Comité para la Protección de Periodistas me entregó su premio a la libertad de expresión. Al agradecerlo ante 800 invitados reunidos en el suntuoso Waldorf Astoria, mencioné las primeras versiones por entonces no confirmadas sobre la autorización para torturar a personas detenidas, recordé la experiencia de la dictadura argentina, “una mancha indeleble contra la dignidad humana”, y advertí contra la inmensa popularidad del simple programa enunciado por el presidente Bush: sólo se puede estar a favor o en contra de nosotros. “En nuestro país aprendimos que el sacrificio de las libertades civiles y los Derechos Humanos en nombre de la seguridad tiene efectos devastadores; que bajo ninguna circunstancia los valores de la civilización pueden ser defendidos por cualquier medio; que nuestro compromiso como periodistas debe ser con la verdad y no con un gobierno; que las batallas entre el Mal y el Bien Absoluto, como nos enseña la teología, sólo llevan al Apocalisis”. Cuando terminé, una porción aplaudía de pie. Pero la mayoría se quedó en sus sillas y me miraba con odio. El dirigente de una importante organización de Derechos Humanos me preguntó luego de dónde sacaba yo que se estuviera analizando la aplicación de torturas. Dos años después, cuando nadie podía ignorar lo que sucedía, me presentó un caballeresca disculpa pública. No es que yo hubiera manejado información reservada. El debate estaba en las páginas de los diarios, para quien quisiera leerlo. Es decir, pocos.
No es la primera vez que aquí se consienten actos salvajes, que mucho más tarde son discutidos por instancias políticas o judiciales, como la deportación de sindicalistas acusados de comunistas en las primeras décadas del siglo pasado, la internación de ciudadanos de origen japonés en campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial o las persecuciones del maccartysmo. Es una manera de preservar el relato fundacional, para que otra generación pueda volver a violarlo sin mala conciencia en el futuro cuando lo considere conveniente para los intereses nacionales o el destino manifiesto de un país predilecto por Dios.
Sólo en esos términos, bienvenido sea el incompleto, autocomplaciente y tardío informe senatorial.
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