EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Juan Gabriel Tokatlian *
El acuerdo de paz firmado entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) fue rechazado por el 18.4% de la ciudadanía. De los 34.899.945 colombianos habilitados para votar, 6.431.376 votaron por el NO en un plebiscito que apuntaba a ser un acontecimiento de ribetes históricos nacional e internacionalmente.
Desde 1945, la mayoría de las guerras domésticas (civiles, étnicas, religiosas, secesionistas) en el mundo ha terminado con un bando ganador: el Estado o su oponente. Un buen número de confrontaciones prolongadas (Myanmar, Papúa Occidental, Israel-Palestina, el separatismo Kurdo, Afganistán, Sahara Occidental, Filipinas) o extremadamente violentas (Irak, Siria, Yemen, Somalia) no han logrado soluciones políticas negociadas definitivas y exitosas. Colombia, que reúne las dos características; conflicto prolongado y muy violento, parecía encaminada a iniciar un dilatado proceso de pacificación.
Para tal empresa contó con un significativo aporte y respaldo internacional. En un escenario global de múltiples guerras que se degradan y propagan, la promesa de la paz en Colombia parecía la única noticia promisoria. Occidente, y en particular Estados Unidos, había entendido finalmente que preservar y ahondar un foco de inestabilidad en la única zona de paz en la periferia; América Latina, era (y aún es) a esta altura un despropósito. La región, por su parte, comprendió que la paz colombiana es fundamental para contener y revertir las tendencias negativas que se exacerban con la perpetuación de un conflicto irresuelto y que afectaban a los vecinos inmediatos y a Sudamérica en su conjunto. En efecto, las tensiones fronterizas, las dificultades ambientales, el flujo de refugiados y la expansión del narcotráfico son retos regionales. No al azar Estados Unidos, Noruega, Cuba, Venezuela y Chile jugaron papeles distintos, pero decisivos, en los diálogos de paz y varios países latinoamericanos, entre ellos la Argentina, se comprometieron con la verificación del cese de hostilidades y de la dejación de armas por parte de la guerrilla, así como con diferentes labores del posconflicto (por ejemplo, desminado).
En el plano nacional, el acuerdo gobierno-FARC, con sus 297 páginas de difícil comprensión y asimilación para el grueso de la población, constituye un verdadero tratado. Siempre, desde el inicio de las conversaciones en La Habana estuvo claro que la negociación era, en buena medida, producto de dos fracasos. Por una parte, el de las FARC y su proyecto histórico de conquistar el poder por la vía armada. Por otra, el fracaso del Establecimiento, que a pesar de los esfuerzos militares, materiales y simbólicos de varios lustros, no logró doblegar totalmente a la insurgencia. En efecto, el debilitamiento efectivo de las FARC, no su derrota categórica, las llevó a procurar una solución política e ingresar a la vida institucional. Por su parte, una fracción modernizante del Estado colombiano se mostró dispuesta a diseñar una salida que estuviera bajo su control y que generara incentivos básicos para la guerrilla.
Una lectura detenida y desapasionada del acuerdo muestra que la fórmula concebida tiene un horizonte ambicioso: sentar las bases para un “pacto de convivencia”, de un nuevo orden socio-político más justo y equitativo. El voto negativo del domingo pone en serio entredicho esa meta. En el fondo, mientras el país oscila en una situación peculiar en la que no prospera la paz, pero tampoco recrudece la guerra, lo que parece abrirse con el triunfo del NO es la propuesta de una paz minimalista en la que la parte más conservadora y tradicional del Establecimiento pase a liderar una hipotética reapertura de la negociación.
A pesar de lo difícil que parece esta paz minimalista, si llegara a suceder tendría, en el largo plazo, algunos ganadores y muchos perdedores. Mientras que la paz que proponía el acuerdo rechazado el domingo prometía la posibilidad, también en el largo plazo, de que el país en su conjunto resultara triunfante.
Ahora más que nunca se necesita que la sociedad se apropie del proceso de paz y, con el acompañamiento de la comunidad internacional, aporte soluciones razonables y realistas.
* Profesor plenario de la Universidad Di Tella.
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